Llegó a la hora prevista, era una mujer decidida, con los rasgos de la cara tensos; cuando comenzamos a hablar, dejó un espacio de silencio y dijo con un tono firme: «¡Estoy harta de ser la eficiente, inteligente, buena y fuerte!» -continuó- «Todo el mundo espera de mí lo óptimo, lo perfecto, lo superior, y nadie, nunca pregunta cómo lo hice, si estoy cansada o si hice de tripas corazones para lograrlo. ¡coño, me quiero equivocar, hacerlo mal de vez en cuando!»

Cuando vamos al botiquín de medicinas, en nuestros hogares, mantenemos las etiquetas visibles y muy claras, para que no nos tomemos un antiácido cuando tenemos fiebre, para esto son muy útiles las etiquetas. Pero cuando nos damos cuenta de que en nuestra vida, cargamos con una cantidad de carteles visibles: bruto, bueno, malo, flojo, mal humor, difícil, armónico, conflictivo, etc., que nos colocaron, o nos colocamos, somos esclavos de ellos, y definitivamente, nos va a costar seguir viviendo sin ellos.

Las etiquetas, son formas limitativas que permiten que los demás sólo vean el cartel y olviden el resto de nuestro propio universo, por lo tanto, de tanta etiqueta, nos alejamos de nosotros mismos, y difícilmente, los que nos leen, podrán saber o intuir el camino para llegar a nuestro corazón.

Ya, a la media hora de consulta, la dama estaba más relajada y me contaba que ser inteligente y capaz y fuerte, fue el recurso que de niña desarrolló para contar con el lugar y el respeto de su familia, donde le tocó ser la tercera de siete hermanos varones. Pero, hoy, a sus treinta y siete años esas consideraciones habían vencido hacía ya muchos años, y hoy pesaban demasiado. Le sugerí que me enumerara las ventajas de tal etiqueta y las ganancias concretas que había obtenido de ellas, me respondió que, sin duda, había ganado un lugar de respeto en su hogar, inclusive muy por encima de sus hermanos varones, fue una alumna ejemplar, y en lo laboral y productivo, sus ganancias son visibles. Pero hoy se sentía sola, con una ruptura matrimonial y llena de amores fugaces y muy mal llevados.

Para irnos quitando nuestras etiquetas vencidas, hay que honrarlas, y darles el valor que les corresponde, así harán equilibrio para poder prescindir de ellas. Porque, sin duda, no se trata de pasar ahora ser  buena a mala, inteligente a torpe o de capaz a incapaz, sino de darse el permiso de vivir las experiencias, de manera de no controlar el resultado todo el tiempo.

Les sugiero, como una forma productiva de crecer, además de revisar nuestras propias etiquetas, usar disciplina para no etiquetar a otros, sobre todo a los niños, quienes, por su edad, son incapaces de poner sus propios límites y frenar nuestras intenciones de controlarlos.

Cuando mi paciente salió y se le dio otra cita, se dirigió a mi asistente y le dijo: –«Por favor, dame una hora exacta porque yo soy muy puntual» a lo que le toqué el hombro diciéndole: -«¿Otra etiqueta?». Nos miramos y reímos de buena gana.

Los quiero, hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga