Era la primavera del 98, Europa, un día muy claro, pero con viento frío, las nueve de la mañana, en la estación de trenes, adelante de mí hacia fila para comprar su ticket, un hombre elegantemente trajeado, aunque su indumentaria contrastaba con una descuidada barba y un blue jeans gastado; llevaba un fino maletín de cuero y una bolsa de alguna popular tienda por departamentos francesa.

Compre mi ticket, mi tren salía en doce minutos, aproveche para comprar un refresco, y al regreso, ingrese en el anden, no sin antes ver al hombre dejar la bolsa que llevaba detrás de un pipote de basura, sin ningún secreto, pero sin llamar la atención, me intrigó el contenido, me provocó acercarme, pero no lo hice, me monté en el tren, y ¡OH! sorpresa, me tocó mi asiento frente al hombre barbado, quien me miro profundamente y me saludó con gran alegría y naturalidad, y de ahora en adelante, me referiré a él, como lo que significó para mí: un maestro.

Apenas entablamos conversación, no pude abstenerme de comentarle mi extrañeza con respecto a la bolsa que traía y que dejo tirada, se rió y me dijo: -«Es que yo soy un trabajador de Dios a tiempo completo, por lo tanto, tengo que dejar posibilidades de milagro en todas partes». Me reí, no comprendiendo el significado de lo que decía, y me explico: «En la bolsa había un sweter que ya me había puesto mucho, es el tercero que dejo por ahí, para que cualquier ser con frío, pueda ver el milagro acaecido en ese encuentro, ¿Te imaginas?» Yo asentía, un poco hipnotizado por la contundencia y amor con que Bob se expresaba, siguió: -«Creo que Dios nos dio el milagro de la vida, pero eso no todo el mundo lo entiende, por lo tanto, hay que crear milagros para otros, para que sientan que en sí, son merecedores de muchos milagros, porque ellos son el gran y verdadero Milagro -se rió- es un juego de palabras, pero la luz de esto es la puede cambiarlo todo».

Hablamos mucho, eran cinco horas de viaje nocturno, me contó que era sudafricano y que vivía allá porque encabezaba una de las comisiones que permanentemente intervienen para la lenta y difícil pacificación racial, le comenté la difícil labor que ejecutaba y me dijo que cuando el milagro forma parte de ti, simplemente tienes tu arsenal. Fue el quien por primera vez me hablo del SUBMARINO.

Me preguntó si alguna vez había visto a un submarino, y yo, sin ver la relación, asentí, entonces pacientemente me explicó: -«Esa sensación de grandeza, seguridad, movimiento, silencio y profundidad de ese instrumento, puede llevarte a lo más profundo de tu ser, sabiendo que tu periscopio sigue alzado, viéndolo todo, haciendo tu rutina, pero siempre contigo en el viaje seguro y sin pausa de tu alma. De vez en cuando, sales, te muestras, conectas cosas nuevas, mantienes tu armazón y vuelves a tu viaje de vida». Yo solo oía, sintiendo que cada palabra me llegaba a tocar muy adentro, ya él, no sé si intencionalmente, me había dispuesto en mi propio submarino interno. Siguió entusiasmado: -«…no se trata de desconectarse de la realidad, solo conectar la única que es real, la que vive con tu única y real pertenencia: Tu Ser. Cuando eres capaz de manejar este submarino, y tenerlo a tu disposición, entraras con solo pensarlo, en ese estado donde el milagro no sorprende, simplemente se muestra, donde somos la mejor creación de Dios. Solo allí, comprenderás que no hay sucesos, ni personas, ni espacios difíciles, simplemente hay sitios y circunstancias donde no podemos ir con el mismo vestuario ni con la misma actitud. Quien no posee herramientas dentro, se pierde en el afuera cuando te mueven la rutina que antes nos cobijo. Toma ahora tu submarino en esa circunstancia que te tiene tan triste y veras como te dejara ver los visos brillantes que tiene y la podrás dejar partir». Se volvió a acomodar, cerró los ojos y se durmió profundamente hasta el fin de nuestro viaje.

Los quiero, hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga