Me voy a permitir, en pos de la explicación, usar un juego semántico entre las palabras cualidad y valor; entendiendo por cualidad, aquella característica descriptiva de algo o alguien, basada en un rasgo rápidamente perecedero, cambiante, y superficialmente llamativo. En cambio, valor es aquél rasgo distintivo, universal, permanente en el tiempo, y hasta resaltante con el paso del tiempo. Por ejemplo, un carro del año, puede tener como cualidades resaltantes: bonito, moderno, lujoso; y como valores: confortable, deportivo, potente, seguro, etc.

La cualidad podría estar indicada al cambio, y el valor, al uso. Pero todo esto se torna delicado, cuando está referido al ser humano, y a nuestro deseo de reverenciarlo, simplemente desde lo voluble de una cualidad. Así, vemos una joven de veinte años, con unos bellísimos ojos pardos, y un terso cutis, y nos quedamos con esa evidente referencia; menuda sorpresa nos llevaremos cuando treinta años más tarde nos tropecemos con esta dama, a quien seguramente desconoceremos, o haremos de nuestro asombro una mueca de desagrado, por ver que de aquellos ojos pardos y de aquél cutis terso, queda poco, pues el paso de los años hizo su parte, y ha ido borrando la cualidad, para dar paso al valor. ¿Y cuál podría ser el valor? Su limpia y profunda mirada, su expresividad, las que con el tiempo, se vuelven protagónicas, dejando que la cualidad, pase a un plano poco confiable de vulnerabilidad y de inexpresión.

Es evidente que vivimos en una cultura donde la cualidad es la que manda, la que vende, la que seduce, la que nos aterra perder, pero también, nos resulta un infierno vivir montados en algo que se transforma, y no necesariamente en algo más culturalmente deseable, con el inexorable paso del tiempo.

Hace algún tiempo, en el aeropuerto de Miami, una amiga, me comentó: -«¿A que no sabes a quién me encontré en el mall, y por cierto, esta acabadísima y horrenda?» -«¿A quién?» pregunté, y me refirió a una actriz mexicana que debe andar por los sesenta y algo, a lo que le pedí a mi amiga me explicara cuan horrenda estaba, y exaltada me dijo: -«Bueno, imagínate, con la cara como un mapa, llenita de arrugas, de aquel cuerpo estructural, no queda ni sombra, vestida inadecuadamente para ser una actriz de su talla, bueno un auténtico ráspago». En esta descripción, muy usual, por demás, notamos nuestra superficial manera de ver y no observar, de dejarnos llevar por lo que nos separa, y no por lo que nos une; quedarnos en la cualidad, es condenar a un ser a un estadio donde no puede permanecer, y donde no se ve lo realmente importante. En eso, por esas serendipias de la vida, aparece la susodicha actriz y se detiene en la tienda del aeropuerto. Casi frente a nosotros, a lo que yo, como ejercicio, plasmé lo mejor de mi mirada en ella, a quien de paso, guardo mucha admiración. Allí estaba aquella madura mujer, con su mirada profunda y dulce, con una piel hermosa, aunque no tan firme, con una postura erecta y señorial, con unas manos y pies blancos y bellísimos. y con una alegría en su sonrisa que podía constatar el resultado de lo vivido. Mi amiga, oyendo mi intencionada narración, me dijo, mientras buscaba en su cartera lápiz y papel: -«Es verdad, ha pasado de ser bella y deseable, a ser hermosa, ay no aguanto, le voy a pedir un autógrafo».

Los quiero, hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga