Continuando con nuestro tema de cómo el amor entró en la relación, y qué hicimos con él, es preciso que resaltemos el hecho de que el llamado «Amor romántico» tomó la relación, se llenó de pasión, de montarnos por las paredes, y de darle seguimiento a la carne y sus necesidades. Durante el primer año y medio, cualquier tropiezo, malentendido, sospecha, olvido, terminaba esfumándose en la pira pasional que todo lo termina con un «Te amo o tú eres mi vida», así la ilusión también se puso sus galas y este riquísimo empalagamiento nos gritó que eso era el amor; mientras la abuela, llena de experiencia, regaña a la niña gritándole: -«¡Qué amor de mis tormentos, enamórate con esto (señalando la cabeza) y nunca con esto (señalando al corazón) y menos con esto!» (señalando el entrepiernas), y así, la historia se hizo llevadera, pero toda esta espuma se iba agotando para dar paso realmente al amor, el que le sigue a la espuma y que exige paciencia, entrega, comprensión, cuando ya no necesitas fingir porque se te conocen las costuras y, con todo y ellas, el te amo. Esta etapa, donde la situación se complica de veras, la hemos venido distrayendo con la llegada de los hijos, o los proyectos comunes, que si bien son importantísimos, en muchos casos han servido para tapar todo el aceite que venimos botando en la emocionalidad y que ninguno quiere enfrentar.

Aquí, el referido patriarcado toma la delantera de nuevo, se impone como algo que llevamos inscrito en las células y torna muy difícil la relación porque, como bien lo enuncia este esquema patriarcal, el hombre es criado para ser competitivo y exitoso, nunca para sentir; y la mujer, para llevar el hogar, sentir, pero jamás expresar lo que siente. Ante estas dos posturas, guiadas por lo más inconsciente de nosotros, la mujer, en su desesperación por sentirse sola, descompensada e incomprendida, utiliza su más fiero pero aparentemente compensatorio recurso: la hostilidad; y el hombre, con el kilo de cal que recubre su mundo emocional y ante la hostilidad de ella, agrede y se distancia. Todo esto nos lleva a una convivencia árida, cada día más lejana y profundamente sola para ambos. Imaginemos la escena: ella llegó temprano de su oficina, pasó por sus dos niños al colegio y les está dando la comida, mientras suena el teléfono y es su madre, quien necesita decirle algo, atiende, mientras con la otra mano da de comer a la de cuatro años, frente al desastre que el de seis, hace en la mesa con su cereal. El, cansado, luego de dos juntas directivas con muchísima tensión, más de una hora de tráfico, deseoso de llegar a su refugio, abre la puerta y contempla la escena, nadie se conmueve, cada uno en lo suyo, su mujer sigue hablando, con la esperanza de que él suelte el maletín y le de una mano; él, casi empujado, huye despavorido, se cambia y se mete en la computadora. Ella ya no habla más, está tan dolida que los monosílabos son dardos, él dice para sí: -«Mañana me invento una para llegar bien tarde». Así se van a la cama por los años que puedan aguantar.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga