En estas festividades decembrinas, cuando desempolvamos afectos, acercamos corazones y nos llenamos de resúmenes; he vuelto a conversar con mucha gente querida, y de ellos hay una, que me gustaría compartir con ustedes, por lo sincera, clara y madura que me resultó. Cuando hablamos de etapas de la vida, no se trata de ponerle a la vida una raya ni mucho menos, se trata de tener presente que, si bien en la primera etapa buscamos hacernos un lugar, no sólo en el mundo, sino en el corazón y la consideración de los otros, es también la etapa donde nos preocupamos, quizás, demasiado por lo logrado y por lograr, en gritarle al mundo que, por encima de todo, no solamente podemos, sino que lo hacemos bien, sin tomar en cuenta el precio que pagamos. Lo que sí es digno de consideración, es que en la segunda etapa la carreta que traemos llena de trofeos, máscaras, dolores y experiencias ya no nos sirve de mucho, que hay cosas que se pudrieron con el paso del tiempo y que hay esquemas que resultan muy poco adecuados para el resto del periplo y que, queramos o no, hemos de evolucionar, crecer y aprender a conjugar verbos tan complejos como rendirnos, bajar la cabeza, entregarnos, y así a validar cosas desde nuestro corazón y ya no a expensas de lo que el colectivo censure u opine. A mi amigo José Francisco, de treinta y nueve años, residenciado en Suiza hace ya seis, me lo encontré en la red y conversamos largo, siempre se ha caracterizado por tener mucha sensibilidad y ganas de crecer. Me decía esto que ahora comparto, bajo su permiso de publicarlo: -«Tú sabes Carlos, que mi proceso de vivir aquí, de la muerte de mi viejo, mis dos divorcios han sido duros, y me han obligado a trabajar profundo mi interior. Pero hoy en día, y como producto de -como dices tú- haber abierto el corazón, he conquistado tantas partes de mí, que llevo ya tiempo sintiendo un gran regocijo interno que arropa el sin fin de problemas cotidianos que se presentan. Esto, tiene que ver con que luego de mucho luchar por mostrarle al mundo un Frank triunfador, perfecto, valiente y popular, me he dado cuenta el precio tan alto que he pagado, y es ahora cuando me tocó entender que siempre he sido y seré un ser solitario, melancólico y con muchos destellos de tristeza, y hoy, comprobar que nada de esto realmente me pesaba, lo que me tenía agotado era el peso de las máscaras para ocultarlo, para mostrar el que no soy, para extinguir lo que soy y de lo que hoy me enorgullezco. Hoy, amigo, me puedo sentar en el escalón de una plaza a leer o a ver la gente, me siento tranquilo en un restaurante solo a comer, puedo llorar y aliviarme, y lo puedo contar sin empacho. ¡Qué alivio hermano!, por eso si hoy me propones volver a los veinte, te los regalo, yo me quedo aquí, es como reconquistarme y no traicionarme más».

Para resumir esta sentida declaración de mi amigo, remato con unas palabras de una terapeuta amiga: “En la primera parte de la vida nos traicionamos para que nos quieran; en la segunda, preferimos traicionar, pero nunca pagar el precio tan alto de traicionarnos de nuevo”.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga