Una de las razones más comunes que esgrimimos cuando nos detenemos ante un inminente cambio en nuestra vida es que no quisiéramos dañar a nadie, y con esto cargamos hasta que se nos revienta la bolsa por cualquier lado. Es allí cuando llega el caos, afrontamos lo inevitable y terminamos confirmando que el daño no fue tal, y que menos mal que ocurrió porque ahora todo fluye mejor.
La naturaleza, con maestría asombrosa, nos hace ver que la necesidad de evolucionar, de reacomodo, de fluidez, de renovación, es prioritaria antes que cualquiera otra consideración. Por eso su acción nos atemoriza y cuando arremete en cualquiera de sus manifestaciones nunca pensamos: -«Qué malvada, o qué insensible es la naturaleza». Por el contrario, la respetamos y entendemos su supremacía y su necesidad de cambiar.
Cuando necesitamos tomar nuevas acciones, nuevas actitudes o nuevos rumbos, generamos un evidente e inevitable desorden que desorienta a todos los seres que nos rodean, creando desconcierto y miedo. Esto es inevitable y siempre, más allá de los resultados, termina siendo conveniente y necesario no sólo para quien protagoniza el cambio, sino también para quienes lo viven en consecuencia.
Si observamos el mar, notaremos que hay una marea alta, donde mueren cientos de especies y se crean cientos de otras; en la marea baja ocurre el mismo fenómeno y nunca pensaríamos en daño, sino en procesos naturales que surgen de los cambios para que los sistemas permanezcan.
Sin desdeñar la debida reflexión que toda necesidad de cambio requiere, es justo recordar que a los involucrados se les está removiendo su idea de estabilidad, de seguridad, de sustento y, a veces, hasta de amor. Eso podría conducir a que nos recriminen, nos acusen o nos señalen como causantes de un malestar que necesariamente hay que vivir.
Cuando la necesidad de cambio involucra afectos importantes es necesario afrontarla con valentía, llenarla de conversaciones afectivas donde se les recuerde a los involucrados lo mucho que se les ama y lo independiente del afecto que están las acciones a tomar; sin duda, esto aparentemente no servirá de mucho en el drama externo, pero ayudará a reafirmarnos en la claridad de nuestro cambio.
Ningún cambio tiene resultados asegurados, lo que nos garantiza es la movilidad, el reacomodo, la sensación de libertad, de dominio personal; lo demás es el juego de factores a conjugar. Y si los resultados no estuvieran a nivel de lo deseado, quizás se nos permita un buen arrepentimiento, un recoger los pasos, un decir «Lo siento», que no es nada fácil, pero que nos humaniza y nos permite conectarnos con nuestra herida, que en nada es distinta a la de los que amamos.
Recordemos que ningún árbol se dejaría deshojar si no tuviera la certeza en la primavera. Afinemos la confianza y nunca alberguemos la soberbia de creer que podríamos, con nuestro crecimiento, dañar a alguien.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga