Actualmente me encuentro escribiendo el que, si Dios, mi editor y yo queremos, vendría a ser mi quinto libro, con el mismo título de este artículo. Y se me antoja compartir con ustedes algo de este apasionante, pero también intimidante viaje.

En mi vida he sido un viajero empedernido, primero, porque mi mamá no me tuvo en Venezuela, lo que hizo que, a los tres meses de nacido, ya tuviera pasaporte y me tocara emprender la travesía de más de cinco horas en la época, de New York a Caracas. De ahí, con un padre en los Estados Unidos y una familia regada por el mundo, una pasión me arrastra a aeropuertos, puertos, hoteles, sitios, personas, vivencias, idiomas, maletas, tickets, corri-corris, agendas. Por lo tanto, en esta segunda mitad de mi vida de lo que más me apasiona conversar y compartir es acerca de viajes y convertir mi lista de «Lugares pendientes» en algo que se amplía, que me permite soñar, planificar, ahorrar y poner mi mente en la consecución de otra nueva aventura. En mi antigua afición por viajar, he sido acompañado por amigos, parejas, parientes, grupos, equipos de trabajo y, muchas veces, solo. Pero no hay viaje donde no proponga a mis acompañantes que «El último día nos separamos, cada quien va a donde guste, y nos reunimos para la cena», es aquí cuando tengo el tiempo de ponerle al lugar mi ritmo, mi aliento, mi mirada, experimentarme con ganas de compartir y no tener con quien, y extrañar o aliviarme de mi compañía, para que en la cena última, en ese sitio, podamos compartir cómo nos sentimos, qué vimos de distinto y cuánto nos extrañamos. Ese último día comienza para mí otro viaje: uno que se completará en el avión, en el deshacer las maletas, en el día después de llegar y que, simplemente, me dará una visión más clara, sentida y amorosa de lo que me experimenté y de lo que sentí realmente. Esto es, de una manera ligera, el viaje interno que hacemos para digerir una experiencia y hacerla vida en nosotros.

Uno de los rastros indiscutibles de la sabiduría es su sencillez, su claridad, su visión comparada y global, esto no se logra en la inmediatez de los hechos o de la experiencia, sino cuando nos permitimos el viaje, el único, el que no tiene tiempo, el que sólo posee tempo, algo no medible: el de la mente al corazón.

Quienes me han brindado el honor de seguirme saben que he hablado y defendido el perdón como forma de vivir, sin embargo, hoy a mis pacientes, antes de afrontar el perdón, les sugiero y les entusiasmo a entrar en la gran embarcación emocional, al viaje, a estar atento a las escalas, al itinerario emocional, a mantener en movimiento el hecho para que cuando todo esto, a su tempo, arribe al corazón, allí el perdón se vista de luces y sintamos cómo todo se pone en su lugar. Por eso, intentar un perdón en la impronta del hecho nos aleja de la posibilidad de vivirlo, masticarlo, digerirlo y sacar de él lo que nos permita crecer. Aquí, es cuando el perdón es una respuesta hueca, muy bien intencionada, pero sin la fuerza de transformación que éste tiene.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga