-«El trabajo es mi vida» repetía Alfredo cada cierto número de frases cuando, en su primera consulta, me explicaba lo mal que se sentía y el irreparable daño que le había causado esta jubilación temprana, ejecutada hacía tres meses por la junta directiva de la empresa y recomendada por su médico tratante. Mi nuevo paciente tenía sesenta y tres años, dos infartos, una familia constituida y fue, durante cuarenta y seis años, parte importante de una empresa de finanzas. Decía con mucho dolor: -«Es que los que, supuestamente, me quieren, no se han detenido en que yo soy un hombre de trabajo. Mira Carlos, yo me despierto desde hace muchos años a las cinco de la mañana, siempre contento porque voy para mi trabajo. Me quitaron eso, y siento que apagaron el motor de mi vida, estoy deprimidísimo, nada me importa, no me quiero despertar, eso me parece una gran injusticia, prefiero morirme en mi escritorio y no pasar por este castigo». La rabia minaba a Alfredo en una sensación de gran injusticia cometida en su contra.

Su esposa, antes de remitirlo, me pidió una cita donde me explicaba lo grave de su lesión cardiaca; me reiteraba que su esposo era un gran hombre, que en su casa nunca faltó nada para ella o sus hijos, pero que la cosa ahora iba a ser distinta, porque él, en estos treinta y tres años, fue siempre el gran ausente. Trabajaba hasta, a veces, hasta las diez de la noche, incluyendo los sábados y cuando no, no hacía otra cosa que hablar, comentar y referir cosas del trabajo. A los hijos y a ella los adoraba, pero sin presencia; «Ahora que había vuelto a casa, comenta, nos dimos cuenta todos que para él, éramos grandes desconocidos».

El cuadro de Alfredo es más común de lo que quisiéramos. Cuando en la tríada fundamental de la vida ser-hacer-tener nos apoyamos excesivamente en una de ellas, tiende a crearse un desbalance que origina siempre una crisis. Mi paciente había concentrado su fuerza de vida en el hacer y ahora, el sabio devenir le había dado un frenazo para equilibrarlo, para darle sentido, para humanizarlo.

Sin duda para él, sacarlo de su lugar de poder y dejarlo a la deriva en situaciones desconocidas iba a constituirse en todo un desafío: bajar la cabeza le podría compensar en amor, intimidad, familiaridad, cercanía emocional y afectiva y, por supuesto, salud. Ahora le tocaba comprender que lo ganado, ganado está y que este stop, que él veía como un castigo, no es más que una nueva oportunidad. A mí me correspondía apoyarlo en su camino de vuelta a sí mismo, a su familia y, a Alfredo, bajar la cabeza y aprender. Cosas éstas nada fáciles para ninguno, pero muy satisfactorias para todos.

Quiero aprovechar este día para felicitar a todos aquellos que ponen lo mejor de sí para que su hacer y tener compense a la fuente principal: el ser. Recuerden también que el alma se nutre sólo del equilibrio. Feliz día del trabajador.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga