Hoy hablaré de otro de los Pecados Capitales: la vanidad, y de sus múltiples derivados, como el orgullo, la dignidad y otros especimenes que muchas veces esgrimimos como signos de nuestra valentía, o lo peor, de nuestro mal llamado amor propio. Quiero dejar claro que en estos análisis que hago de algunos de nuestros valores contemporáneos poco importa si su utilización nos clasifica como buenos o malos, o como sanos o enfermos, en absoluto. De lo que se trata aquí es de tomar conciencia de lo que hacemos, enarbolamos y muchas veces abanderamos en nombre de un insólito «Yo estoy bien, tú estás mal».

La vanidad, tan alabada hoy, aquella que revela una alta autoestima, no es más que una mampara muy bien puesta de nuestra vergüenza personal. Detrás de cada acto vanidoso vive la vergüenza de algo que no queremos mostrar o dejar desasistido, porque lo sentimos débil y vulnerable. Así, la vanidad se nos traduce en una forma ególatra con que nos mostramos en esas áreas que no estamos dispuestos a poner en el terreno de «La verdad» quizás por miedo, quizás por el dolor de que nos la pisoteen.

José Luis es un joven en plena adolescencia, bien parecido, simpático, de muy poco talento para el deporte y para el baile; no es entrador con las mujeres, lo que lo expone a veces a la burla de sus contemporáneos; ahora le toca llegar a una nueva urbanización y, a sus dieciséis años, ponerse de nuevo a prueba con aquellos que pasarían a ser su entorno inmediato. ¿De qué temas hablará José Luis primero, y cuales exhibirá con más presunción? Seguramente convertirá su anterior residencia en una referencia del mucho y buen deporte que practicaba, de las rumbas bailables que se vacilaba y de las nenas que tenía alrededor. Todo esto, más que una mentira, que sí lo es, son los escudos de un niño herido y temeroso de que lo sigan hiriendo, ante la sensación de cubrir lo que más le duele, y cree ser lo más visible. El caso de este sencillo y cotidiano ejemplo no es otro que el de alguien criado dentro de una cultura donde el ser perfecto, invulnerable y bueno para todo, nos revuelca en un fango que nos convierte en lo que no somos, a punta de un titánico esfuerzo y una gran vanidad.

Por supuesto, cuando con tanto esfuerzo hemos construido una vida, no permitiremos que nadie se nos oponga, nos hiera, y menos que nos quite el barniz de la vanidad que tanto nos ha costado. Y quien ose hacerlo, pasará por mi fiereza que dejará secuelas en dos de las más insensatas manifestaciones de poder inocuo e infeliz: el orgullo y la dignidad.

Estos hermanitos, vacíos y tontos, nos alejan de cualquier posibilidad de pasar por nuestro laboratorio interno, sacar lo nutritivo y hacerlo proceso en mí para crecer. Simplemente son formas vacuas y banales de poder, que nos lega la vergüenza y el miedo.

Usar todas estas formas con mesura pueden dar cierto peligroso e inhumano encanto, pero hacerlas bandera nos sepulta en el «No crecer» y nos deja en el más olvidado abandono de quien simplemente necesita querer tener la razón, de allí que el Curso de Milagros diga diáfano: la verdadera paz comienza cuando dejamos de querer tener la razón.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga