Cualquiera de nosotros ha vivido el mal rato que significa ver una proyección cinematográfica con alguna mosquita o animalito caminando por la imagen. Seguramente nos han dado ganas de eliminar a esa perturbación, pero ¿A dónde lo voy a ir a matar?, ¿Acaso a la pantalla o directamente en el proyector? Este simple cuestionamiento puede determinar la efectividad y el crecimiento dentro de un proceso de relaciones, o la simple eliminación, no ya del elemento, sino de lo que de él se proyecta.
Cuando conocí a Marina, estaba muy encerrada en sí misma, perturbada y conteniendo una rabia que le explotaba en su piel y en su cabello, dejando en su almohada rastros preocupantes de que algo en su vida «Le arrancaba los cabellos». Por cuarta vez, un hombre le decía que ella era el amor de su vida, que iba a arreglar su situación y se casaría porque no se le quitaba del corazón la idea de querer envejecer con ella. Así, cada hombre a su estilo le pintó el mundo que ella necesitaba oír para luego, de pronto, desaparecer y dejarla con un sueño roto en las manos y desesperanza en el corazón. Mi primera conversación con esta dama, hoy mi amiga, se resumió en una descarga contra el género masculino y su irresponsabilidad, cargada de muchísimo resentimiento. Por petición de un amigo común, le recomendé a una terapeuta de mi entera confianza, a quien terminó visitando meses después, seguramente cuando se permitió realizar el «Viaje sagrado de la mente al corazón».
Durante mi segundo encuentro con ella, a propósito de su cumpleaños, me dijo: «Amigo, hoy cumplo treinta y siete, y sé que éste último desgraciado me permitió, como dices tú, navegar mis propias aguas y dejar de estar acusando a los de afuera. No sé si sirva realmente, pero te digo que hoy sonrío, no hay cabellos en mi almohada y miro a los tipos con más compasión, quizás porque he aprendido también a compadecerme de mí misma».
Hoy, dos años después de ver aquél caracol mustio y resentido, mi amiga ha tenido un novio, generando una relación consciente y hermosa para ella que le ha devuelto la fe, ya no en los hombres, sino en ella misma. Un día la agarré diciéndole a una participante de uno de mis seminarios: «Mira amiguita, estos ojitos vienen de ver donde no es, es más, donde no hay. Pasé años de mi vida soñando que un hombre viniera a darme eso que yo me negaba: la posibilidad de sentir, de sentirme protegida, de conjugar en plural, de reconocerme; mira qué tonta, ¡Con razón huían!, era demasiada responsabilidad para quien no le tocaba eso. Descubrir e ir dándome a mí misma todo eso que esperaba fue lo que ha aligerado mi energía; ahora me quiero mucho más y libero a quien llegue; así me he permitido escoger yo, y no dejarme embriagar por cantos de sirena».
Marina, luego de dos años, sabía muy bien que queriendo matar la mosquita perturbadora había destruido muchas pantallas, y ahora sabía que este animalito realmente estaba en el proyector que era ella misma.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga