En días pasados me tocó acercarme a la editorial para la corrección final de mi más reciente libro El viaje íntimo de la mente al corazón; el corrector, con mucho respeto, me proponía llamarlo un viaje, en lugar de el viaje, a lo que yo, en una reacción espasmódica le dije: -«Es que si bien la vida es un constante viaje, no cabe duda de que éste, al que me refiero, es el viaje, del que no se regresa igual, del que nos transforma para siempre, del que hacemos sólo una vez; por intenso, por definitivo, porque se abren, por fin, los cortinajes más elegantes y te quedas en vilo, en ti. Es ése que sólo se emprende en la llamada «Segunda mitad de la vida», y en el cual decidirás lo que harás con lo que tienes, con lo que te falta y, sobre todo, con lo que tal vez un día tuvo valor pero hoy carece hasta de sentido para ti. A ése me refiero».
Todos los viajes son de importancia, y siempre estamos viajando, pero si de trascendencia se trata, éste, como ninguno, te llega a marear simplemente para que no olvides la acción de transitar hacia un «No sé dónde», que va perdiendo fuerza y te regala un frío en el alma que te emociona, por lo que siempre estarás por descubrir y con el que invariablemente tropezarás.
Quizás este periplo entre la mente y el corazón parece corto, si a medir longitudes nos dedicamos, pero al igual que Ulises, que en su deseo de retornar a Itaca divisaba a ésta tan cerca que nunca lograba llegarle, así es de cerca y de poco importante el destino simplemente para que con lágrimas y soledades como maestros, entiendas lo apasionante y trascendente del proceso. Es ese viajar entre tempestades, monstruos, azules y despejados cielos, cantos de sirena, hasta hacer de la equivocación, de las caídas, de los terrores y de las rendiciones algo humano y sagrado para el viajero.
Quizás, a esta altura de la lectura, no hayas identificado tu gran viaje, y eso ocurre cuando no sabíamos que los demás son también viajes, y son de múltiples formas y manifestaciones. Pero éste es un golpe mortal en el ego, en la vanidad, en el poder, en la falsa fortaleza, para que de ella brote la verdadera fuerza, la humana, la que hemos ignorado y la que nos deja huérfanos en los momentos necesarios. Es cuando necesitamos rescatar el Dios dentro de nosotros, ése que quizás no se parece al que te enseñaron, pero es el que te abraza y te susurra lo que necesitas escuchar; para arrodillarte y comenzar, unido a ti, la verdadera travesía. Cuando ya se calmen las aguas, y consigas un fresco cobijo bajo ese esplendoroso atardecer, verás hacia atrás y valoraras lo andado, para despertar a un nuevo ser en ti, que ahora también huele a carne, a costra, a sangre, a lágrimas y a risas; en ese momento sabrás cuán cerca estás de llegar a algún lado, y sin la ansiedad de saber más, que asegurarte de que ese lugar es el adecuado para seguir creciendo.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga