Si por un momento dejáramos de lado nuestras más legítimas consideraciones hacia el problema del viaducto Caracas-La Guaira que tanto nos afecta, y nos permitiéramos hacer un ejercicio individual acerca de esta estructura que, como cualquier otra, nos viene gritando su deterioro, su necesidad de tomarla en cuenta para tomar decisiones sensatas, trascendentes y definitivas, ¿Cómo actuaríamos, a quiénes reubicaríamos, a quiénes desalojaríamos, qué haríamos con un colectivo que te señala «¡Por tu culpa!, ¡Bastante te lo advertimos!, ¡Con tanto dinero, págale a los alemanes o japoneses, para que te hagan otro en una semana!, ¡Hay que salvarlo!, ¡Dígame si se les cae!»?
Sin ningún ánimo de salvar responsabilidades y menos de justificar lo sucedido, me temo que esta problemática nacional nos dice algo a todos, afectados directa o indirectamente; y sería sensato intentar ver en nosotros el estado de nuestro viaducto, o de las estructuras de unión, relación, uso y desplazamiento dentro de nosotros que, ahora, están también paralizadas, quizás por negligencia, acción natural o desidia, y nos exige urgentes decisiones donde lo colectivo pide cosas, y lo individual quiere, a gritos, otras; mientras tanto, nos seguimos desplazando por vías incómodas, largas, marginales, peligrosas, difíciles, con la incertidumbre de no saber qué hacer y la seguridad de que hay que hacer algo.
En mi primera semana de consulta de este año, me llevé una gran sorpresa cuando, por diferentes causas y de formas, cada uno de mis pacientes estaban en proceso, debido a la ruptura, por demás contundente y clara, de su viaducto personal, generando todo tipo de inconvenientes, retrasos, paralizaciones, demandas afectivas, y las más diversas opiniones expresadas por un colectivo que nunca se detiene en quién padece la ruptura, sino en el daño que causa.
Comenzó con una viuda inquilina en un departamento que dice odiar por el ruido, los vecinos, los servicios, etc. Sin embargo, con su alegato de ser una buena pagadora y tener 67 años, burló cuatro cartas donde los dueños le avisaban que necesitaban el inmueble. Hasta que, el día de reyes, un tribunal le dio veinte días hábiles para mudarse. A otro, un trabajador incansable, que por mejoras salariales se vino de los Andes a Caracas, su mujer, madre de tres niños, le advirtió que no soportaría a un marido que trabajara catorce horas diarias porque se sentía muy sola; el tres de Enero, cuando él la esperaba de regreso luego de las fiestas navideñas con sus padres, ella dijo que no se regresaba de su hogar paterno y que, en vista de su indiferencia ante la soledad, hablase con su abogado para el divorcio. Así, a cada uno de ellos se le fracturó el viaducto de su vida, luego de muchos avisos y advertencias. Ahora hay que tomar decisiones: reubicar, desalojar, indemnizar y decidir qué quiero: ¿Implotación, salvación, algo paralelo, mantener la contingencia? Difícil comienzo para quien piensa que la vida no se mueve.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga