En las últimas décadas hemos hecho todo un canto al éxito, poniéndolo como el gran protagonista de la vida que todos soñamos, pero que muy pocos alcanzan. De esto se ha desprendido una interminable cantidad de libros, videos, conferencias, seminarios, etc. que nos inundan la cabeza, el corazón y el alma; y que conste que yo también escribí, hablé y proclamé el éxito como única vía, pero qué bueno es crecer y darse cuenta que este componente pierde sentido y fuerza sin su sombra, o lado opuesto: el fracaso.
No cabe duda que en esta cultura, por demás apolínea, triunfalista, de poder y de apariencia, manejar el éxito como estandarte, o querer ser exitoso en todo es simplemente una consecuencia; ahora, cuando esto se nos transforma en una obsesión, nos olvidamos de nuestro componente humano y nos lanzamos a un campo mítico donde lo más sensible de nosotros pierde protagonismo, quedando nuestras acciones en manos de lo más cruel, persecutorio y hasta culposo de nosotros, dejándonos a su vez, desprovistos de esa capacidad tan humana de equivocarse, aprender y seguir intentando caminos y formas propias.
En una oportunidad un amigo, en una vanagloria que ya antes le había oído a mi padre, hablaba de su buen sentido de la paternidad, diciendo «Yo no me canso de decirles a mis hijos que sean hasta barrenderos, pero que siempre sean el mejor de los barrenderos». Cuando analizamos esta frase, luce llena de impulso y búsqueda de aquel maleado y embarrado término, que más refiere al servir que al resultado: la excelencia, pero si le ponemos nuestra sensibilidad, aparece enormemente deshumanizada, insensible y pierde todo huella del alma en lo que hacemos. ¿O acaso aquél que sólo se enfoca en ser el mejor, puede sentir cada paso, disfrutar del camino, detenerse para mirar atrás, saber cuánto se traiciona y cuánto se sigue, evaluar sensiblemente lo que hace, y lo mejor, llegar a la excelencia al sólo entender que la única misión es servir? Creo que no, quizás seríamos más trascendentes cuando desde nuestros corazones les podamos decir a nuestros hijos que «Lo único importante es que aquello que decidas hacer, lo hagas poniéndole todo el corazón, y no perdiendo el norte de servir, y si llegaras a hacer cosas que son esas estaciones obligadas para cumplir lo que soñamos, también deja tu huella allí, y esa sólo se deja cuando se le pone el alma».
Cuando asumimos que donde hay éxito potencialmente existe el fracaso, y viceversa, podremos poner nuestro corazón en remojo, y utilizar esa fuerza para continuar.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga