Hoy, cuando tanto se habla del «Poder personal» y del «Sí puedo» como faros para sobrevivir en la competida vida moderna, hace falta revisar tales enunciados, porque tienden a dejarnos las manos llenas de logros y el corazón vacío.
Aunque la capacidad de un individuo para asumir y vencer escollos es una forma de poder y brinda cierto aire de invulnerabilidad aplaudido por todos, termina también lesionando lo más trascendente para un ser: su humanidad, lo sensible, lo sustancial. Es la consiguiente hiper exigencia, propia y ajena, la que llena nuestra vida de seres cojos que nunca asumen su cojera, sino que se recuestan en la espalda del que sí puede, esperando que éste haga por mí lo que yo soy incapaz de hacer. Y a eso solemos llamar amor.
Estos seres, cada día más comunes, viven ignorando a un niño interno dolorido, tristísimo y perdido en un mar de esfuerzos y de auto atropellos que apenas se compensan con el aplauso del otro, sin importar el precio que pague por ello.
Un caballero a quien aprecio, que regresaba al país cargado de éxitos y con el mundo a su espalda, me llamó un día; cuando lo vi, noté su profunda tristeza: era víctima de una grave diagnóstico médico y tenía que someterse a una operación urgente. Me dijo: «Ayúdame, ahora tengo lo que siempre deseé y no sé cómo hacer con esto». Ante mi asombro, continuó: «Sí, siempre tuve que cargar con la vida de otros y, cuando me quedaba a solas conmigo, pensaba ¿será que tendrá que pasarme algo grave para que todos se den cuenta de lo que padezco?». Y aquí está. Mi amigo, su psique, su alma, qué se yo, habían encontrado en lo más doloroso un respiro humano para su aclamado poder.
Recordemos que aquello que se nos transforma en carga deja de ser amor y se vuelve poder. Y en él nadie crece, nadie se refugia, nadie toca la tierra fértil del ser. Dejemos que cada quien cargue con lo que le toca, y nosotros carguemos con nuestras debilidades, que tienen su propio peso.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga