En una reciente visita a Colombia, viendo la televisión local, me quedé pegado con lo que constituye el gran suceso dramático en series colombianas: «Sin tetas no hay paraíso», un merecido éxito, tanto por su realización y calidad de producción, como por el llamativo tema, que no es otro que el de muchachas jóvenes que en su afán de ponerse lolas, se entregan sexualmente a los capos del narcotráfico para obtener el recurso monetario que les permitirá llegar a este abultado paraíso.
Llama la atención que en 2005, según encuestas, el regalo más pedido por las muchachas entre diecisiete y veinticinco años, en la clase media y alta, fue la implantación de siliconas, dejando atrás los regalos tradicionales, como viajes, fiestas, carros o joyas.
Todo ha cambiado. Y no tengo nada contra quienes se implantan algo, lo que sí me ocupa es lo que, en muchos casos, se esconde detrás. He participado en una serie de programas de televisión y, dentro de mi propia consulta, he visto desfilar una serie de mujeres para quienes ese soñado «Paraíso» lleva consigo una serie de expectativas, por demás irreales y crueles con ellas mismas. No dejan de sorprenderme declaraciones como: – «Es que estoy sola, claro, ¿quién me va a parar con estas teticas tan pequeñas?», o «Soy muy tímida porque me avergüenza lo plana que soy, luego de este implante seré otra», o – «Quiero conservar mi relación de pareja, así que le voy a regalar mis nuevas lolas».
Afirmaciones como éstas asustan porque le dan a algo artificial toda la fuerza de gustar, agradar, excitar, mostrar y hasta amar. Creo que quien no construyó, acrecentó, reforzó algo cuando era plana como una tabla, poco podrá hacer luego de pagar su trance quirúrgico. ¿Y saben qué debe ser frustrante? tener tetas y no haber conseguido el paraíso.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga