En entregas pasadas les comenté de mi próximo viaje a Europa, India y Nepal. Ahora regreso, aún con parte de mi alma rezagada en algún cuarto de hotel o aeropuerto, no sabiendo muy bien el camino de retorno.

Tengo mucho que contarles, pero quisiera -pese a este desorden de horas, idiomas, culturas, sabores y olores en mi cabeza- destacar fragmentos de esta única e irrepetible experiencia de vida, unido a dieciséis maravillosos seres con quienes conviví, lloré, me asombré, compré, reí, peleé y aprendí un sinfín de cosas.

Previo al itinerario, muchos panfletos, mapas y material de la exótica India pasaron por mis manos, pero nada pueden hacer un montón de imágenes gráficas ante la magnitud del encuentro con, por ejemplo, una ciudad como Nueva Delhi.

El ruido tronante de una ciudad que se quedó en el tiempo contrasta con obras arquitectónicas de sublime belleza y una presencia demoledora ante este suramericano que, además, no pasa por alto cómo -en medio de desnutrición, piojos, lepra, dientes picados- esta gente asoma sonrisas que iluminan todo.

Aquí el lujo y lo paupérrimo se adoban con curry, y conviven en un teatro de contrastes que sólo podríamos percibir si vemos desde nuestro corazón.

Donde un buen hotel -que los hay y muy buenos- se convierte los primeros días en el refugio para reposar, digerir y saber que, pese a cualquier consideración, el mundo es mundo y la gente es su punto en común. Pero no es fácil, lo reconozco. Lo difícil es lo que pone nuestro corazón a prueba y nos regala la fascinación: el más anhelado souvenir que permanecerá en nuestro interior por siempre.

Así arrancó este viaje que comenzaba por esta capital de un país de más de mil millones de habitantes, donde en sus calles deambulan, a la vez, vacas, camellos, motos, toc-toc, caminantes, carros, buses, gandolas, carretas, bicicletas; todas atestadas de gente, quienes, nos recordaban que no importa lo lejos y lo distinto, una sonrisa y un gesto nos harán sentir siempre en casa.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga