Nepal, país híbrido de todos sus vecinos (India, China, Malasia) tiene en su capital, Katmandú, un paisaje montañoso intenso, interrumpido por las estupas budistas que son comienzo y fin de un grupo humano que divide su quehacer entre atender al turista que va a escalar o practicar algún deporte extremo, el que va a comprar y conocer, y aquellos que se adhieren a su religiosidad hermosamente edificada.

Este precioso país, ya a mi salida, me dejó una reflexión importante: cuando me tocó pasar por la revisión aduanera, llevaba dos deidades de bronce pequeñas que había comprado allí, cuando abro el morral, el guardia saca las figuras y las desenvuelve, me pide factura y se la entrego, y en un acting, al parecer aprendido, dice que no me las puede dejar pasar, y comenzamos una discusión, él en nepalés, yo en inglés, pero todo esto en medio de muchos otros turistas y lugareños en plena revisión, cada uno en lo suyo. Por el mucho viajar, y por mi trabajo, sé que todo fluye cuando el otro se rinde; yo, cansado de la situación, luego de más de quince minutos, no discutí más, entonces el funcionario va al grano y me pide una propina en clarísimo inglés, para dejarlo así, a lo que, con muchísima indignación, accedo para no perder el avión ni las deidades. Quizás usted piense que no debí hacerlo, pero póngase en mis zapatos, a tantísimas millas de lo que nos hace sentir seguros.

Ese diminuto nepalés me hizo decepcionar de su nación y no querer volver más; en minutos arruinó la apreciación previa de un bello Nepal y una bella gente.

Aterrizando en Delhi, mi compañero puso el punto en la «i» cuando, a modo de consuelo, me dijera: «Ya, tranquilo, si eso en Venezuela es el pan nuestro de cada día». Si ellos supieran lo que se siente, lo que se destruye sólo por una «Propina».

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga