Estas festividades de fin de año se colorean de una serie de situaciones, tradiciones y costumbres que parecieran exigirnos comportamientos, poses, estados de ánimo que más están en el deber ser colectivo, y no en la espontaneidad que nos aporte nuestro propio sentir en tan emotivas fechas.

Sin duda, si estás enamorado, en un trabajo bien remunerado, con un buen bono de utilidades, tu familia está sana y atraviesas tu mejor momento, lo único que resta es arrimarse a la fiesta meneando la cadera y agarrando el vaso, pero si bien ésta es la imagen más deseable, no es la que todos tenemos, y menos manejamos.

Las fiestas también son oportunidades de poner nuestras penas en remojo, de tener un poco de introspección, de manejarnos con manos amigables, y aprender a vivir las cosas desde y con nosotros, convirtiéndolas en una experiencia única, individual y enriquecedora; aunque a los ojos de otros pudiera verse aburrida, triste, melancólica y quizás algo intensa.

Hace algún tiempo me tocó vivir un año difícil y las navidades eran su perfecto reflejo para mí. Cuando logré conectar conmigo, me encontré tirado por dos fuerzas; una que me gritaba «Vamos sal de ahí, comparte, sonríe, deja lo demás atrás». Y otra, muy poderosa y legítima, me decía: «No te traiciones, quédate, haz lo que sientas, vive tu melancolía, es tu turno». Y así, fui actuando durante muchos días, ese año y, por primera vez, le di total libertad a mi familia y les pedí libertad; no decoré la casa, no hice visitas por cumplir, no respondí invitaciones, ni siquiera hice el Espíritu de la Navidad, ni en mi casa, ni en ninguna parte. Es más, recibí el regalo de una novela, y cuando le quité el papel mi corazón gritó: «Esta será mi compañera la noche de año nuevo». Y así lo hice, a pesar de un mundo que desde su amor me llamaba por teléfono, me escribía correos y mensajes para invitarme al sarao. El respeto a mí de aquel año me permite hoy escribir este artículo porque fue el comienzo de un aprender a vivir la Navidad que se parezca a mí, que resuene en mi corazón, que me permita madurar lo que siento, y no sentirme abrumado por un colectivo que te dicta pautas, sin detenerse en ti.

Cuando una celebración la haces tuya, la vives desde ti, le das un carácter humano, nutritivo y enriquecedor, de lo contrario, es algo titánico, desgastador y agobiante.

Vive tu Navidad.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga