En una oportunidad, un amigo divorciado, de cuarenta y cuatro años, me llamó muy ilusionado. Tocaba prácticamente el cielo debido a su nuevo y, según él, definitivo amor. Había conocido a quien su corazón le gritaba sí era la «Mujer de su vida». Entusiasmado, me invitó a almorzar porque quería compartir esa alegría conmigo. Yo acepté de buena gana.

Tras el primer trago en el restaurante me dijo: «Carlos, te tengo que confesar que lo que siento es tan intenso que lo único que quiero es hacerla feliz, ella se lo merece. Y que nuestras vidas se bañen en esa felicidad, pero creo que me faltan herramientas».

Le narré una historia, estrategia que me funciona cuando no me quiero meter a terapeuta con los amigos. Escogí una de los indios norteamericanos: «Un día, dos seres enamoradísimos, aprovecharon un cielo azul y un sol brillante y se lanzaron en un bote al mar, con la intención de explorar un islote desconocido a pocas millas de la costa, remaron y, cuando llegaron, él le pidió que lo dejara bajarse y, luego de dar un vistazo, él le avisaría. Así lo hizo. Luego de adentrarse, encontró una cueva donde reposaba una concha de caracol de un azul intenso, él se impresionó por su belleza y le provocó acercársela al oído, su sorpresa fue cuando escuchó que una voz profunda le decía: «Pide dos deseos e inmediatamente te los concederé» el hombre, impresionado, se arrodilló y pidió: «Quiero que esa mujer que me espera en el bote sea inmensamente feliz y que nosotros encontremos la dicha tan esperada en la vida». El hombre emocionado salió de la cueva y, cuando observó, la mujer remaba sola hacia la costa».

Hubo un silencio largo y profundo, sentí que le había desinflado todos los globos. De pronto, me miró y me pidió que le explicara lo que él, hace rato comprendió, a lo que yo me limité a decirle: «Amigo, me alegra tu felicidad, pero es parte de crecer el nunca olvidar que en la vida hay cosas de uno, cosas de los demás y cosas de Dios, la grandeza estará en identificar cuándo nos corresponde actuar y cuándo soltar».

Entiendo la dificultad que esto encierra, pero hay leyes universales inalterables, que sólo nuestra soberbia, disfrazada de buena intención, hace que rompamos.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga