En días pasados, a propósito del nuevo año, una publicación española me pidió unas líneas, a modo de comentario, acerca de alguna enseñanza o ejemplo negativo que yo, a través del tiempo, haya convertido en herramienta o virtud. Les pedí unas horas y les envié por correo la respuesta, la que me movió muchas reflexiones interesantes.

En mi familia hay una figura angular que es mi abuela materna, esta señora, más vivida que estudiada, más sagaz que maliciosa, era la protagonista de anécdotas que antes he comentado, como aquella cuando uno le hablaba muy bien de alguien, ella le escuchaba con atención y, al terminar, dejaba caer su expresión característica: «Jmmm, viví con ella». Basado en esa desconfianza que siempre se dejaba colar, quizás me hice quisquilloso y poco devoto de nada. Esto, en lugar de sumar, restaba a mi carácter entusiasta y apasionado. Por esto, ya en mi veintena, no faltaba reunión en la que entráramos en intimidad y yo me quejara de esa herencia de desconfianza sutil, pero pesada, que tanto me frenaba en mi locura juvenil.

Hoy, cuarentón, periodista, terapeuta y con muchos años de trabajo con la gente, considero esto para mí un gran bastión. Si a esto le agrego todo el temporal informativo, ideológico, coloreado de intereses y deseos personalistas, como han sido las reseñas del acontecer estos últimos ocho años en nuestro país político, realmente si no dejas espacio para la duda, pereces ante el dibujo sesgado que nos puede mostrar cualquiera de los dos ángulos extremos.

Por eso, el sano cuestionamiento interno de «Esto es lo que me muestran, es sólo un ángulo; la realidad tiene, posiblemente, otra visión, así que déjame tomarme mi tiempo». Esta humana desconfianza constituye un recurso imprescindible y de gran valor para no perder el verdadero sentido del acontecer.

Honro a mi abuela por permitirme ese brevísimo espacio de reflexión, ante cualquier aspecto de la realidad que me abrume o sorprenda.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga