Hay cosas muy difíciles en el quehacer humano, como las crisis, que no son más que la llegada del desorden, del caos. Las crisis forman parte, nos guste o no, del desarrollo de todo lo vivo. Nos ponen de rodillas cuando vemos lo difícil, lo enredado, lo doloroso; nos aterran cuando tememos no entrar en el nuevo ordenamiento o cuando sentimos que lo perdimos todo.
Ese desorden, a decir de los alquimistas, es una especie de rito de iniciación que nos acerca al vacío y, éste, a la fe, poniendo a los más valientes e intuitivos a emprender la dura y nada grata tarea de sentarse a escudriñar la basura, el excremento, el caos y, tras ensuciarse las manos y el alma, rescatar las partículas nutritivas, que será lo que llevaremos a la probeta para someterlo a altas temperaturas, esperando pacientemente su transformación. Mientras, tanta cosa difícil nos pone con la cabeza gacha y las rodillas sensibles, valorando lo realmente valorable y reforzando nuestra alma en su fuerza transformadora.
Lo más duro consiste en saber que ya nada será igual, ni peor ni mejor, simplemente distinto. Del infierno jamás se asciende igual. Luego de una crisis, bien sea con la pareja, con una amistad, con un familiar, si somos capaces de bajar a lo desconocido, escudriñar, extraer y someter al proceso de mi corazón, no puedo esperar que sea lo mismo. Ahora, si la decisión es negarse a escudriñar, porque quizás «No vale la pena, la vida es muy corta; yo no sufro por nadie, que se arrodille el otro, etc», habremos perdido la maravillosa oportunidad de vivir, de amar desde lo que cambia, de crecer y de que el decidir en la vida, contenga esa fibra humana que sabemos es posible se transforme en oro.
Cuando me refiero a cambiar el crecer por el morir, es cuando nos ganan los peores y más áridos de los contenidos humanos: el orgullo o el poder, ahí nos asimos a algo sin forma, sin imagen, que nos deja en un rincón de la vida cargando el peso de lo no resuelto pero creyendo que: «No me merezco esto, yo tengo la razón, que me pida perdón él, o ella; yo dejo eso así, no quiero saber más». Esto, o distraer la crisis creando paraísos que falsamente nos tapen los ojos, es una forma muy cruda de morir en nuestro poder transformador.
Por favor: manos a la obra.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga