Esta emoción carga con un peso injusto en esta cultura de la vertiginosidad y la anestesia. De allí, cuando aparece, algo en nosotros se alarma y busca desesperadamente caminos alternos a ver si vuelve la luz que nos saque de este gris húmedo, de la lentitud interna, de la nostalgia, de una sensibilidad extrema que nos hunde en mundos diarios y perdidos por esa necia necesidad de «estar bien», sobre todo para que los demás no se asusten, y no nos asusten con su miedo enjuiciador: «Tú no estás bien, tienes que verte eso; eso es injusto con Dios, que te ha dado tanto; sal con tus amigos, baila, boncha, pero vuelve a ser quien eras. Debe ser muy serio lo que te pasa, nunca te había visto así, etc».

Ante panoramas como estos, nos sentimos perdidos y, en verdad, pensamos que algo malo nos ocurre. Es aquí cuando nos visita la desesperación. Y ese susurro que nos regala la vida, ese estado emocional que nos devuelve a lo humano, esa tierra fresca y fértil que nos recicla el sentir, se vuelve incómoda e inoportuna en esa urgencia aterradora de que los demás puedan dejar de amarnos.

¿Qué sería del arte, de la inspiración, del acercamiento, del amor, de la lucidez, de la ternura, si la tristeza no nos regalara su manto para permitirnos vernos en plena vulnerabilidad?

En una oportunidad, un representante artístico envió a mi consulta a un cantante de salsa y música tropical. La novia lo había dejado en su país natal justo antes de comenzar la gira y estaba en plena tristeza. Luego de conversar, de llorar, me hizo saber lo que yo sospechaba: a él su tristeza no le pesaba tanto, lo que le preocupaba era la gente que lo rodeaba, que no dejaba de recordarle que así podía arruinar su carrera, pues la gente espera ver en escenario a un ciclón de energía, y no a un tipo triste y melancólico. Luego de inducirlo a valorar su duelo, lo estimulé a que le metiera tristeza a su música, a esa «salsa romántica» que tanto le gustaba cantar, que dejara que la gente se contagiara de esa melancolía que no es mala, porque une, porque provoca juntarse, tocarse. Él, de buena gana, me compró la idea. Al pasar de los meses, me envió un correo donde me decía: «Gracias por enseñarme el valor de mi tristeza».

La vida es integración, y la tristeza abre un mundo de posibilidades únicas para ser integradas en eso humano a lo que le damos la espalda.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga