Entre las cosas que más sufro en la capital es el servicio, con todo lo grande y profundo de este término. Entiendo, a la vez, que soy muy exigente con esto, dado que la atención al cliente es uno de mis temas favoritos y una de las actividades que más disfruto al entrenar en las corporaciones o empresas dedicadas a vender u ofrecer un servicio. Si el individuo pudiese imaginar la trascendencia que esto tiene, la oportunidad hasta de cambiarle la vida a alguien con sólo mirarle a los ojos, sonreír o decirle: «Déjeme ver qué puedo hacer», habría otra actitud hacia el servicio, ya no sólo de quien lo da, sino de quien paga por él y tiene derecho a recibirlo.

Me entrené en este campo con personas valiosas; una de ellas, quien me prohibió nombrarla, es de origen catalán, y director de dos importantes academias de servicio, una en Europa y otra en Argentina. Siempre pasa por el país de carrera, pero en una oportunidad le pedí que me concediera el honor de llevarlo a cenar. El accedió. Llegó el día y me esmeré en llevarlo a un sitio que, en comida, es excelente, su carta de vinos bastante buena, y el servicio muy profesional.

Fuimos con mi emoción, casi un reto a cuestas, y durante la velada alabó la buena comida; cuando salimos, le pregunté, casi orgulloso de mi escogencia, que qué le había parecido el servicio; me miró y me dijo: «En verdad ¿quieres que te diga?» Yo asentí y él me disparó una pregunta clave: «¿Crees que si mañana, a esta misma hora, vengo solo, me reconocerán?» Su pregunta me recorrió el cuerpo como un escalofrío, y negué con la cabeza. Al bajarse del carro, me recordó una de sus máximas favoritas: «Cuando se ama, se observa, se escucha, se detiene, y por lo tanto, se recuerda. De lo contrario, el amor son migajas. Servir es amar».

Como servir, a la corta y a la larga, es nuestra principal misión en la vida, él se encargó de tatuarnos eso en el corazón, ya no solamente en restaurantes, tiendas y hoteles, sino en nuestra pareja, con nuestra familia, amigos, vecinos y allegados.

En esta cultura del «aislamiento in situ», donde estamos en cuerpo pero no en alma, sabe muy rico, y se paga muy bien, cuando alguien, por nosotros, decide estar ahí, escuchando, observando.

Eso nos devuelve al amor y nos deja tendidos en su regazo.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga