Cuando los aires New Age, de conciencia superior, etc., nos llegaron, y me confieso en el pasado uno más de sus subyugados adeptos, nos llenamos de términos conceptuales de tal pureza, inocencia, virginidad que terminamos elevándonos en un globo de helio, a modo del mitológico Íkaro, para buscar verle los ojos a Dios. Y fue tan fuerte la mirada de éste, que terminó quemando los globos y dejándonos caer a nuestro sitio original, en donde se va haciendo camino, cada quien con lo que tiene y puede.

Si al ya difícil, doloroso, poderoso y muy difícil de manejar amor le ponemos adjetivos inhumanos, nos obligamos a tomar senderos donde o nos traicionamos, o nos engañamos, o nos frustramos. Una de estas emblemáticas adjetivaciones es la incondicionalidad.

El amor, como cualquier emoción, descansa en la capacidad de negociar, de saber si es lo que quiero, si me hace o no sentirme bien sintiendo esto, o si me siento amado con eso que tú me das. El amor se define en su transcurrir, en su quehacer, y sólo se aprende amando.

El transcurrir de la madurez del ser humano se caracteriza por ir adquiriendo astucia, ese valor fundamental que nos regala una vida vivida con intensidad, con entrega, con observación, con conexión. Por ello la profunda diferencia que vemos en los héroes del escritor griego Homero, cuando nos describe en La Ilíada a un Aquiles heroico, idealista, guerrero, adolescente, unidireccional e incondicional, y años más tarde nos regala en La Odisea a un Ulises maduro, multidireccional, alerta, responsable, condicional, es decir astuto. Esa es la coronación del camino, el gran premio, el que devuelve lo humano a lo que se siente, a lo que se hace, el que vuelve a conjugar valores, adjetivos, posibilidades, quien sabe que no hay absolutos en este espacio de humanos, buscando todos ese eslabón perdido que es «sentirnos amados».

Dejemos a un lado ese anhelo de adjetivos que nos vuelve seres ideales, en un mundo que clama a gritos por seres humanos. Los hijos no quieren buenos padres, quieren padres, los amantes no quieren buenos hombres o buenas mujeres, quieren hombres y mujeres, los países no necesitan de buenos gobernantes, sino de gente que esté dispuesta a gobernar.

Volvamos a o que nos corresponde, y luego nos ponemos los lazos.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga