En días pasados, viajé a Maracaibo, y como es ya sabido, tal odisea, implica necesariamente, llenarse de paciencia, orar fervorosamente al santo más cercano, para descubrir qué nos tocará vivir para llegar, vía aérea, a nuestro destino.

Ese día, luego de consecutivos cambios de puerta de embarque, nos tocó montarnos en un autobús para ir a la pista y abordar nuestro avión, resultó que no tenía aire acondicionado, y a más de treinta y ocho grados, nos retuvieron veinte minutos contaditos, a casi las doce del mediodía. Todos sudábamos copiosamente, gritábamos, y el encargado nos decía despreocupado y muy ejecutivo:-Hasta que no lleguen todos no puede arrancar la unidad.

Así arrancó, y nos condujo a un avión que había dormido en Maiquetía, y que era un perfecto horno encendido, donde, al entrar, las aeromozas, con razón malhumoradas, se abanicaban con los instructivos de seguridad; allí fueron otros veinte minutos. Dentro del avión, la indignación se convirtió en gritos, improperios y amenazas a tan indolente línea aérea y su deficiente operación, con el sólo matiz claro de algunos que gritaban: -Pero si yo viajo tres veces a la semana, y toditas nos hacen lo mismo.

Yo, proponía llegar escribiendo un correo a la empresa, con copia a los medios impresos, y el grupo apoyaba la propuesta. Hasta que, de pronto, el humor, afortunado y esta vez maracucho, se filtró y se impuso. Uno de los pasajeros deslizó un chiste alusivo al momento, y el otro y el otro, hasta que, en medio del sudor, la risa se hizo protagónica, y el humor matizó la espera, hasta despegar la nave, sirvieron la bebida, y todo se relajó. ¡Bravo! por ese humor nuestro, tan oportuno, tan relajante, tan sano que nos aleja de un infarto, de una embolia ante tanta atrocidad diariamente sufrida; pero al aterrizar, ya nadie recordaba el incidente, los chistes habían pasado limpiándolo todo y ahora estábamos como nuevos.

Esa es la parte peligrosa del humor, cuando nos volvemos inconscientes, y debemos estar alerta a ello. Todo lo que no me deje profundizar, no me deja recordar, y declino en mi trabajo de transformar el suceso en experiencia, y no dejarlo en simple anécdota.

Dejemos intacto nuestro ocurrente humor criollo, seamos nosotros, quienes abriguemos esa capacidad de volver sobre lo ocurrido, profundizar, y tomar alguna acción, de lo contrario, estaremos condenados a repetir y nunca generar cambios. ¿Les suena eso, les parece familiar?

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga