En estos tiempos de complejidad, de enemigos nuevos como el estrés y cualquier expresión humana que la locura en que vivimos nos permita bautizar, nos envuelven en el anhelo porque un día dejemos a un lado el agite y, en un rincón apartado de la naturaleza, podamos amanecer diciendo, mientras nos estiramos como gatos en la cama a media mañana: «Ya no tengo problemas, se acabaron».

Ante la avalancha de situaciones que trae consigo vivir en este momento, donde todo lo bueno es nocivo, o da cáncer o es pecado, cargamos con problemas por amar y por no amar; por tener dinero y por no tenerlo, por tener trabajo y por no tenerlo, por tener o no hijos, por tener una propiedad y por no tenerla. Por lo tanto, rezamos y hacemos nuestro mejor esfuerzo porque un día no tengamos problemas.

Nuestra cultura, artificialmente edulcorada, sólo nos ofrece como respuesta a semejante entuerto verbos como: acaba con eso, extermina, elimina, ahuyenta, destruye (si no me creen, cuenten cuántas veces se repiten estos términos en media hora de cuñas televisivas). Así, como si fueran mosquitos, vivimos con un cojín aplastando a cualquiera, con la satisfacción infantil de que nunca más ninguno nos picará.

Hace algún tiempo me encontré con una vecina en el ascensor y, luego de un afectuoso saludo, me dijo: «Por cierto Carlos, estoy vendiendo el local que tengo allá abajo en el edificio, para ti o si sabes de alguien me avisas. Es que tú sabes, ya no estoy en edad para esos dolores de cabeza». Salió y siguió su camino aquella hermosa mujer de la tercera edad.

Al tiempo, nos tropezamos en la entrada del edificio, nos saludamos y le pregunto cómo anda lo de la venta de su inmueble, y me contestó: «No mi amor, decidí no venderlo, ese es el único problema que realmente tengo y es lo que me pone en movimiento, ¿te imaginas mi vida viendo para el techo?»

Bien dijo C. Jung: «Cuando la casa está lista, llega la muerte».

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga