Hace nueve años se me murió un maravilloso perro, de nombre Zeus y boxer de raza, tenía ya catorce años y realmente la senilidad se había adueñado de su cuerpo. Fue mi compañero, mi amigo, mi guardián, y como buen amor, uno de mis dolores de cabeza. Como buen dios del Olimpo, mandaba en mi vida y tenía esa magia que poseen los que amamos, de manipularnos hasta salirse con la suya siempre.

Mi buen can era uno conmigo; cuando me veían en la calle, me identificaban como el papá de Zeus, y cuando lo veían a él, le decían el perro de Carlos. Era fuerte y siempre me llevaba a pasear a mí. Cuando alguien me invitaba a alguna cena o fiesta, yo preguntaba siempre lo mismo: «¿Hay un sitio donde dejar el carro, seguro y ventilado?» Porque lo montaba en el asiento de atrás de mi Ford Sierra rojo, lo que convertía mi carro en uno de los más seguros vehículos. Así, cuando me veía vestir en la noche, él asumía que siempre estaba también invitado, y movía sin parar su diminuto rabo. Cuando me iba a la fiesta y lo iba a dejar de guardián en el vehículo le decía: «Cuidadito, vengo en un rato y te doy una vuelta, cualquier cosa, muestras tus dientes». Y como si me entendiera, se echaba, largo a largo, en el asiento, hasta mi próxima llegada que, a veces, era cuando la conversa estaba mejor, pero ni modo, me tocaba.

Con el tiempo, le comenzaron a fallar las patas y se caía frecuentemente, cuando lo llevé al veterinario, hombre de gran sensibilidad y claridad me dijo en tono cálido: -«Ya está muy viejito, por donde lo revisemos vamos a encontrarnos algo, pero en su mirada hay todavía vida; tú que lo amas, mantente atento a su mirada y poco a poco lo vamos llevando, si te mantienes en conexión con él, un día verás en sus ojos que no puede más, y ese día, haremos lo que hay que hacer». Yo lloraba desconsoladamente, Zeus me lamía, así pasaron tres meses en un amor íntimo y cercano entre mi perro y yo.

Una noche, en plena tragedia de Vargas, se hizo pupú encima, y cuando lo fui a ver su mirada cansada, de pronto como con cincuenta años más, prácticamente me gritó: ¡NO PUEDO MAS!, y enseguida lo cargué y lo llevamos al veterinario, quien, al verme, me agarró el hombro y espetó: «Lo siento amigo, yo sé lo que es». Y procedimos a despojarlo de su cuerpo, y a dejarlo para siempre en mi corazón y en mi vida.

Quizás con mi Zeus aprendí lo importante de leer una mirada, de detenerse en el otro. Hasta para oír lo que no queremos.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga