Pareciera, y esto es general, que etiquetar o etiquetarnos diera un salvoconducto que disminuyera el dolor o nos salvara del error dicho o cometido.

Hay que aclarar que ante la inmensa gama de etiquetas, podemos clasificar tres grupos, afirmando que debe haber muchos más. La primera, es la que nos colocan en casa, de niños: «Flojo, lento, inquieto, rebelde, intenso, sensible, antiparabólico, etc.». Éstas les brindan al mundo adulto la sensación de conocernos y, por lo tanto, de tener control sobre nosotros. Lo peor de ellas es que, por venirnos de quienes más amamos, inconscientemente las honramos y las hacemos parte integral de la vida: si no a ellas, a su opuesto para demostrarles a nuestros mayores que se equivocaron radicalmente y que su amor siempre fue equivocado.

El otro grupo lo constituyen quienes se auto etiquetan para amortiguar así una destreza no desarrollada, una labor no cumplida, o un sector de la vida no asumido, por ejemplo: «Es que tú sabes que soy escéptico, o bruto, o malo con las manos, o sordo para la música o torpe para los sentimientos, o volado al hablar, o explosivo para sentir». Éstas parecieran eximirlos de enfrentar las cosas que nos corresponde.

Cabe destacar que hay una dosis de verdad en cada una de estas etiquetas, pero que al asumidas ciertas, las ponemos rígidas y en lugar de salvarnos, simplemente nos limitan.

Bien es cierto que en momentos no sabemos cómo responder a un hecho emocional y, ante eso, nos gana la torpeza; pero otra cosa es que simplemente: «NO ENFRENTO PORQUE SOY UN TORPE PARA LAS COSAS SENSIBLES». La primera advierte la dificultad que me causó el hecho en sí, la otra me saca de juego, inhabilitándome falsa y cómodamente.

El tercer grupo lo constituyen las etiquetas impuestas por profesionales en sus diagnósticos; éstas son asumidas y manejadas como espacios limitativos y no de cuidado, como correspondería. Me explico: no es lo mismo, por ejemplo, un diabético que alguien que sufre de diabetes, un asmático a alguien que sufre de ataques de asma, un discapacitado a alguien que tiene una discapacidad o está en situación de discapacidad. Esto marca una profunda y clara diferencia desde cómo vivimos la situación, hasta qué activamos dentro para sanarla o llevarla con nosotros.

La forma de etiquetarnos, en mi profesión de terapeuta, me comunica cómo el ser lleva su padecimiento o si el padecimiento lo lleva a él.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga