Llama la atención la compulsiva necesidad de ser prácticos. Nos venden a oro las soluciones prácticas, la mayoría de éstas incluyen la lista de cosas que eliminaremos en nuestras pesadas vidas. Así, el sueño de acostarse gordo y despertarse flaco, el de acostarse adicto y levantarse sin adicción, se popularizan y cobran valor en una cultura necesitada de salir de las cocciones y echar todo al microondas.

Se nos hacen comunes expresiones como: «Yo no tuve hijos, porque no soporto la gritadera, ni la limpiadera de pupú, qué va mijita, la vida es muy corta», ó «¿perros yo, mascotas? ¡Jamás! Yo no me complico la vida con esos bichos que ladran y se hacen pipi por todos lados, que hay que pasearlos; no mi amor, yo vivo mi vida estupendamente, sin perro que me ladre, ni gato que maúlle», ó «yo lo que quiero es un novio, nada de hombres en mi casa, echados, viendo juegos, roncando y con olor a aguardiente, eso ni regalado, yo lo que quiero es alguien que me visite, me traiga flores, hagamos el amor, viajemos, que yo sea siempre su princesa, lo demás ni regalado, prefiero estar sola», ó «¿cocinar yo? me dejé de eso, al micro, o lo compro hecho, ni sé, ni me interesa».

A facilitarse las cosas, de eso se trata la vida. Y sería larga la lista de cosas desechadas cuando nos agarra la practicidad. Es como si algo en nosotros se fuera secando y dejáramos los rituales lentos, los ritos de amor, los espacios de dificultad que preceden el premio de lo preparado, lo elaborado, lo amado, lo servido. Todo esto para convertirnos en seres sin ataduras, sin obligaciones, sin dedicaciones, sin pasiones, sin correspondencia, sin vinculaciones, sin posibilidades. Creo que el problema de la vida no es quedarnos solos, sino secos.

Es como si olvidáramos que la vida es un hacer lento, un descubrir, un encontrar caminos nuevos, un sortear entre lo que amamos y el precio de esto, un encontrar formas, un saber que el amor exige cosas, lo disfrutado es lo que prosigue a lo entregado.

Es triste sustituir una mascota y su incondicional alegría y entrega, por un lindo peluche que no sabe si llegaste o te fuiste, que no se conmueve con tu dolor o goza con tu entusiasmo, a cambio de no cambiar unos periódicos o poner alimento en un plato. O sustituir un amor vivido, padecido, que sepa conjugar tus silencios, por alguien que no es más que un príncipe o princesa demasiado dedicado a su reino, para leer algo en tu mirada.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga