Las relaciones de pareja, como ya sabemos, no poseen fórmulas, ni tips, ni caminos andados; cada quien las va viviendo, y como dijo el poeta: «Amar, se aprende amando».
Sin embargo, hay puntos en los que es importante insistir cuando de pareja se trata, y es que hay dos enemigos, aunque llenos de amor y buenas intenciones, que son capaces de ir minando la relación hasta volverla insoportable; y dado ese innegable amor implícito, terminamos en una triste trampa, estos elementos son, nada más y nada menos que nuestros padres e hijos.
Sin detenernos en el juego de roles, lo primero que una pareja debe delimitar es el terreno de su relación, y dejar fuera de él a la amorosa madrecita que sólo quiere el bien para sus hijos; o a ese maravilloso hombre emblemático que siente que tiene todavía la última palabra en torno a su familia. La capacidad de ir marcando territorio claro, en el difícil y complejo devenir de la relación de pareja, determinará que surjan formas adultas, por parte de los miembros, para poder vivir los necesarios, pero dolorosos enfrentamientos, desavenencias, crisis y hasta decisiones, en el marco de una dinámica relacional.
Quiero dejar claro que no se trata de distanciar, apartar o dejar de tratar a la familia, no: simplemente se trata de saber dónde debe estar cada quien, y asumir que los conflictos de pareja le tocan básicamente a sus dos integrantes.
Los otros amadísimos, pero invasores por naturaleza, son los hijos; ellos necesitan, tanto por humanos, como por ser miembros de la familia, sus límites claros, de lo contrario, comenzarán por dormir en medio de los dos, luego se sentarán en el carro en el asiento del copiloto, dejando a mamá en el de atrás, luego no aceptarán que papi y mami cierren la puerta del cuarto para discutir, y menos que puedan tomarse un fin de semana para ellos. Al final, la pareja queda en escombros, sustentada en la sola sonrisa de los cachorros que, a su tiempo, marcarán sus propios límites, dejando a los sacrificados padres fuera de su intimidad.
Un adulto crecido se nos muestra como aquel que va descubriendo y demarcando sus propios límites sutil pero enfáticamente, sin necesidad de pelear. Al descuidar nuestras propias fronteras, dejamos que otros, quizás con las mejores intenciones, invadan y se hagan cargo de lo que nos corresponde para crecer y ser quienes queremos ser.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga