Perdonen los signos de interrogación, simplemente me meteré en aguas profundas, en un tema que medio mundo elude, frivoliza o reduce a opiniones, referencias y avances médicos; pero del que poco reflexionamos acerca de lo ineludible, que se nos vuelve sombra y que nos aterra en medio de una cultura concebida para veinteañeros, delgadísimos, bellos y glamorosamente triunfadores.

En medio de las formas del fashion, los gimnasios, la apariencia, el éxito y la seducción, pasamos de largo lo sustancial, lo que queda y se transforma porque, quizás, nadie nunca nos lo señaló. Quienes nos antecedían generacionalmente estaban demasiado ocupados en quitarse peso, en ratificar la posibilidad de atraer, de levantar, de verse bien, y no nos dejaron huellas para ver por dónde nos metíamos en la segunda mitad de la vida.

Cuando el cuerpo no rinde igual, cuando luego de tanto esfuerzo pasamos desapercibidos, cuando somos carga para los más jóvenes, cuando se nos dificulta hablar corrido, cuando -nos guste o no- tenemos que detenernos a ver qué hacemos en adelante, debemos ver con qué provisiones continuamos y qué aceptamos como inevitable en un gesto de agradecimiento difícil, pero real, de estar vivos.

La cultura nos atiborra de productos en crema, geles, pastillas e inyecciones, válidos y buenísimos para alargar lo inevitable, y sobre todo, para que los demás no adviertan este goteo atormentante que nos anuncia con poca elegancia, y sin discreción alguna, que la estación cambió. Y que hay que comenzar por cambiar la piel, el ropaje, los hábitos. Que nos toca hacer inventario de lo realmente sustancial que nos trajimos hasta aquí y ver cómo nos manejamos con eso.

Una señora de 66 años me decía: «Imagínese, yo fui la más bella durante mi juventud, me casé y divorcié tres veces más por vanidad que por amor, nunca leí, me siento analfabeta con ese mundo sensible que veo cultivar en algunas de mis pocas amigas (llora). Y ahora, uno que otro recuerdo. Estoy desolada y sin esperanzas». Eso, no es sólo por ella, es una cultura que nos monta en un carro vertiginoso, y nos suelta cuando ya no sucede nada «brilloso» con nosotros.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga