Como creo haber mencionado en artículos anteriores, lo que es bueno y malo, siempre caminan en la alfombra de lo relativo. Vivir, crecer, hacerse adulto, va dando lugar a distintas valoraciones que van, de lo colectivo a lo individual. De lo colectivo parten las noticias, los planes, las sugerencias, los cambios, etc.; y todo esto, necesita pasar por lo individual, por nosotros, y allí filtrarlo, para ver, si dentro de nuestras prioridades, significan un regalo, un peso o un sin sentido que podría marcar nuestras vidas negativamente.
En lo particular, hay factores fundamentales que pueden otorgarle ligereza o peso a cualquier proyecto: la edad, las condiciones, que un ser sea más o menos afectivo, apegado a lo familiar o no, la salud, etc.
Por ejemplo, una para una persona en la veintena, dos años no son nada, porque la idea de la fragilidad de la vida, se adquiere, con suerte, más adelante. Para alguien en la treintena, reventarse trabajando para, tiempo después, disfrutar, es una mentira, que todavía alberga como verdad. Ya en la cuarentena y en la década de los cincuenta, los cantos de sirena podemos reconocerlos, y saber que es propicio, al igual que Ulises en la Odisea, que nos amarren al mástil, para así no lanzarnos y ahogarnos en esa vana ilusión.
En una oportunidad un buen amigo, contemporáneo a mí, me llamó ilusionado, porque la empresa para la cual labora, le ofreció un traslado a otro país, con una propuesta económica muy jugosa y excelentes condiciones. Yo lo felicité, en esa mezcla de la alegría por lo que suponía era bueno para él, y por el otro, el duelo de que se aleje tanto tiempo. A los dos días me invitó a almorzar, y me presentó la carta en la que le decía a la empresa que no le interesaba, y lleno de orgullo me dijo:
-Lo he meditado mucho, y tú sabes que soy muy de familia, de afecto, de amigos, y dejarlos en un momento cuando mi vida está bien, me manejo en una economía que me permite llevar la vida que quiero, mis padres están viejos y mis hijos tienen una vida hecha aquí, así que no estoy dispuesto a vender todo eso, para acaudalar dinero, y menos cuando, a mis cuarenta y seis años, entiendo que LA VIDA ES UN MOMENTO, y éste, lo quiero seguir disfrutando.
Lo abracé y me alegré porque había saltado de la algarabía de lo colectivo, para plantarse en lo que para él eran sus auténticas prioridades como individuo.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga