Esta cultura heroica y titánica ha satanizado el miedo, mostrándolo como un estorbo, como algo incómodo y sin sentido.

De hecho, en los miles de textos dedicados a temas de triunfo, éxito y realización, el miedo se coloca en la mira como el enemigo más temible a vencer.

Sin embargo, ¿Se imaginan nuestras vidas sin miedo, acaso nos mantendríamos vivos o ilesos?, ¿Habremos hecho conciencia de todo lo que el miedo, también, nos ha regalado: la preservación, el ir poco a poco, el no separarnos de nosotros, el no atropellarnos?

El adulto, el llamado guerrero de la vida, con algo de madurez emocional, no niega su miedo; lo utiliza, lo incorpora, y lo pone a moverse en torno al objetivo que desea.

El mitólogo y terapeuta Sam Keen, en su libro Aprender a volar, nos aporta algo muy interesante acerca del miedo, digno de ser leído por aquellos que se los tragó la aplanadora del éxito seco, la realización superficial y el triunfo del aplauso.

El autor, a sus sesenta y dos años, despierta una vieja pasión por el trapecio circense y descubre en él esto: «…hasta el punto en que deje de perseguir mis pasiones más profundas, poco a poco me veré controlado por mis miedos más hondos.

Cuando la pasión deja de regar y nutrir la psique, los temores brotan como la maleza en campos abandonados…». También señala que el miedo es el que corteja a la pasión, y le da paso cuando nos comprometemos con ella. Nos trae también, algunos sensibles testimonios de artistas, maromeros, deportistas, actores y músicos que, apasionados, comentan que cada salida a abrazar su pasión, es un paso obligado por el miedo que, disfrazado de terror, nos pone en sintonía, nos hace respirar más suave y nos permite que el lanzarnos al vacío sea una aventura y nunca una rutina.

Siempre comento la metáfora del carro de la vida, el problema es cuando, como apunta Keen, nos dormimos y perdemos el contacto con lo que nos apasiona, dejamos que ese carro sea conducido por el miedo. Entonces podemos estar sumisamente sentados en el asiento trasero, aterrados, mientras recorremos un camino sinuoso en una noche oscura y lloviendo a cántaros. Allí es importante detener el vehículo, bajarnos, sacar al miedo de la conducción, y mandarlo al asiento de atrás, siempre visible desde el espejo retrovisor, para sentarnos con las dos manos al volante, y continuar la marcha. Dejarlo tirado en el camino no es aconsejable, pues como apunta Aldo Leopold: «Es pobre la vida en la que no hay miedo».

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga