Es probable que cuando nos interesamos en alguien y, sobre todo, si ésta persona mueve lo afectivo en nosotros, rogamos al cielo e inclusive le pedimos al objeto de nuestra admiración y afecto «Porfa, nunca me decepciones».

Esto es humano, y pasa por todos los que hemos aprendido, a golpes casi siempre, a no anestesiarnos en el amor. El duro trabajo que hacen quienes son objetos del amor y admiración, es del mismo tenor que el que hace el amador para que no se le caiga su ídolo. Sin embargo, la realidad es otra.

La decepción es indispensable entre seres en relaciones, es lo que permite relajarnos, encender las luces y salir, por fin, del «dulce castillo encantado». Sé que esto suena duro, pero la admiración es una forma contemplativa, distante, impersonal de querer, la cual no soporta las pruebas de lo humano donde habitan todos los monstruos juntos, algunos en la luz, otros en la sombra, pero todos.

Por ejemplo, la adolescencia no es más que la profunda y dolorosa decepción del hijo hacia sus mayores, al comprobar que todo lo dicho, exigido y esperado por los adultos no es coherente con lo que viven y son. Así mismo, los adultos se decepcionan de los hijos, pues ven las expectativas puestas en ellos, con suerte, en peligro; en la mayoría de los casos, rotas.

Si vamos a las parejas, la verdadera relación y amor relacional, se despliegan cuando pasa el enamoramiento, cuando nos damos cuenta de nuestras proyecciones en el otro, cuando ya sabemos que nos aman, y podemos quitarnos los disfraces, ser lo que somos y, por ende, relajarnos.

Por todo esto, la decepción siempre es del tamaño de las expectativas que ponemos en el otro, y éstas son válidas, pero endebles, pues sólo alguien muy reprimido, demasiado rígido y de poca estima personal se va a traicionar a sí mismo para nunca traicionarnos. Eso no tiene sentido y se paga caro.

No cabe duda que la lucha entre ser nosotros mismos y no traicionar a los que queremos, es la que nos marca la vida y la madurez, pero debemos respetar las expectativas de los demás, y que cada quien cargue con lo que le corresponde y veremos cómo nos va.

Mi abuela, ya octogenaria, antes de fallecer no dejaba de decirnos, luego de escucharnos atentamente cuando hablábamos maravillas de cualquier persona, hacía una pausa y decía: «Hum, ¡viví con él (ella)!» Y eso nos lo dejó como un legado de gran sabiduría.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga