Vivir, ese milagro, a veces nada fácil, nos exige enfrentamientos, luchas y conflictos que debemos librar continuamente, aún cuando no sea esto afín con nuestros principios, nuestra personalidad o nuestra voluntaria decisión. Luchamos con lo que no nos gusta, con lo que otros no aceptan de nosotros, con lo que nos falta, con lo que nos sobra, con lo que nos acontece, con lo que heredamos, con lo conquistado, y en esas, y otras muchas gestas, pasamos gran parte de nuestra vida.

Algunas corrientes del «buen vivir», nos recomiendan que dejemos de luchar y que fluyamos ante lo que nos acontece; y sí creo que sería una buena decisión; tan buena quizás, como aquella de que no te angusties por nada, o no pienses en lo malo. Creo que para llegar a todas estas propuestas, debemos mutilar algo «muy humano» en nosotros; eso que deambula, cambia, se transforma, cae, se desdibuja, triunfa, se engrandece, simplemente para volver a caer, que todos llevamos implícito al sabernos mortales.

Sin embargo, el correr del tiempo, y el estar en él, van marcando pautas que sí son importantes. Creo que la madurez nos va enseñando, sólo para los dóciles alumnos, algo de la RENDICIÓN, esa sagrada decisión, que sólo los valientes son capaces de tomar, y sólo los humildes pueden llevar a cabo. Ese invierno, y en plena nevada, poder arrodillarnos, bajar la cabeza, y sin saberlo, dejar que el sol muestre sus rayos por el espacio que ocupaba nuestro cuerpo erguido. El rendido, para nada es el vencido, al contrario, es un vencedor en la más cruenta y frecuente de nuestras luchas, la que la soberbia emprende contra nuestra parte herida y vulnerable.

Rendirse es el paso previo a aprender a vivir con nosotros mismos, en un terreno fértil de posibilidades; y no dejarnos ganar por los trofeos, aplausos y reconocimientos que no dan refugio a nuestras debilidades y heridas.

Sólo se rinde quien viene maltrecho de múltiples batallas, quien viene de vuelta de innumerables triunfos, de conquistas extenuantes y sabe de su poder; y es este saber el que abre paso al poderse entregar a algo mayor, que sólo se consigue cuando nuestra hidalga frente toca el suelo.

Los alquimistas, nos legaron, entre sus múltiples rituales, antes de realizar sus quehaceres en laboratorios, se arrodillaban ante el altar, y entregaban a algo superior su acción próxima, lo que les permitía fluir en la experimentación, sin la presión del hallazgo.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga