La semana pasada fui a comer con un amigo, a quien tenía por lo menos quince años sin ver.

En el grato encuentro, y en tono de confesión, me contó esto: «Yo tengo una vida que me gusta, pero a veces me asalta una culpita que quería conversar contigo, porque creo que son tonterías mías. Yo amo a mi mujer y a mi familia, la tengo como una reina, mi hogar es un palacio, pero tengo hace años a una muchacha que me hace la contabilidad, también casada, con quien a menudo hago el amor riquísimo y después como si nada, y yo de gafo me siento mal por esos saltitos. La verdad es que ¿qué mal le hago a mi mujer, que ni sospecha, si yo me echo tremendo desahogo que además me pone muy activo con ella? El caso es que ella es muy desconfiada conmigo en todo, con el dinero, con las cosas, es como si supiera, pero yo sé que ni se imagina… ¿Qué opinas tú de esto?».

Se lo traté de explicar así, evitando caer en juicios morales: «Mira, lo que me cuentas es típico de nosotros los hombres de esta cultura, y quizás daño a ella que, como tú dices, no se da cuenta de nada, no debe haber. Ahora, tú tienes un negocio de transporte y tienes, de seguro, un administrador. Imagínate que él piense lo mismo de su relación contigo y con la empresa, entonces dirá: -Pero qué importa, si esta empresa factura tantos millones, quién se va a dar cuenta de que yo me robé diez, o cinco o dos-» Si tú te detienes en él, seguro que algo sospecharías porque todo va desarrollando su olor, y nosotros, seres heridos, si nos detuviéramos, oleríamos con claridad, pero en la velocidad pasamos de largo. Fíjate cómo tu mujer, seguramente por lo mismo, es muy desconfiada de ti, hay algo que a ella no le huele bien, que ella misma no sabe explicar, pero es tu olor; aroma éste que también debes expeler en los negocios, y en todo lo que implique confianza, porque la vida tiene siempre una sola lectura, y todo tiene que ver con todo.

Nosotros, los humanos, sólo necesitamos un poco de confianza donde cobijarnos. Es volver al útero, al hogar, donde reina la confianza. Cuando no somos capaces de vivir nuestra propia vida con un mínimo de honestidad, no para con los demás, sino para nosotros, los seres importantes (quienes vienen a traer realmente sustancia) huyen o desconfían muchas veces sin saber bien por qué, pero algo no les huele bien.

¿Se imaginan un país donde gobernantes y gobernados huelan a confianza? Todo comienza por nosotros, por nuestro olor.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga