El amor madura en nosotros cuando al presenciar lo humano, por duro que esto sea, le damos permiso a expresarse.

Tenemos tanto miedo al dolor que hay quienes lo clasifican de emoción negativa, sin saber que es él quien nos lleva de la mano a través del crecimiento. En este momento histórico, donde el «estar bien» se nos hace imperioso para que nos aprueben, se nos acerquen y nos quieran, hemos dado la espalda a estados fundamentalmente humanos que en esta fragilidad del vivir, están más cerca de todos de lo que quisiéramos.

En una oportunidad a un alumno mío, debido a un accidente automovilístico, le tuvieron que amputar un pie. Les cuento que este muchacho de veintitrés años, era atleta de alta competencia y miembro de un numeroso, amoroso y muy piadoso grupo familiar.

La situación fue muy dura y mientras todos se preguntaban el por qué a alguien así le enviaban tal desgracia, los miembros de la familia se peleaban por atenderlo y se afanaban para que el joven no tomara contacto con su verdadero sufrimiento, producto de algo que cambiaría para siempre el rumbo de su vida.

Al salir de la clínica era impresionante ver toda clase de muestras de cariño y solidaridad, muy válidas y amorosas, pero a la vez, dejando muy poco espacio para ese grito tragado que aquel muchacho tenía en su alma y que no sabía como sacar. Así, a la semana de estar en su casa mi alumno comenzó con un dolor estomacal en forma de puntadas, y con una acidez que le quemaba el esófago; su cuerpo ardía en rabia, y despertaba a una realidad difícil que, si bien era real, nadie sabía qué rumbo tomaría. Luego de aplicar múltiples dietas y pastillas, y después de ver y sentir su casa como una procesión de gente que repetía cosas como: -«Ya sabes mucha positividad, cuidado con deprimirse, sea valiente, ahora más que nunca fe y fuerza». Se acostó, y en la madrugada sintió sed y se paró dándose cuenta de su nueva situación, tomó las muletas y mientras todos dormían, fue a la cocina por un vaso de agua, pero debido a lo nuevo y a la oscuridad, tropezó y se cayó despertando a todos, cuando se prendieron las luces, y el joven se vio descubierto sintió que algo se le desbordaba desde adentro como una mar irrefrenable y les gritó: -«¡Déjenme! ¿No se dan cuenta que me jodí, que ya nada es lo mismo y que tengo que hacer de esto algo, o sencillamente me voy a morir? Quiero llorar, quiero gritarle a Dios y al mundo lo injusto que han sido conmigo» -decía esto mientras lloraba sin parar, ante el asombro de sus hermanos y padres- «Considérenme un hereje un desalmado, una porquería, pero déjenme sacarme esta mierda que me ahoga!» Todos quedaron paralizados y no muy bien compensados en un amor desbordado que no habían detenido en lo humano, en lo compasivo quien gritaba desde el suelo, esta vez, no era el atleta y estudiante lleno de éxitos, con un futuro promisorio, era el ser humano arrollado por un giro incomprensible, con el cual tenía que comenzar a vivir, y los que lo amaban, tenían que dejarlo sufrir, integrar, aceptar; verbos éstos, muy difíciles de digerir en una cultura de: lo incondicional, lo mítico y lo perfecto.

Dos días después, mi alumno se encontraba sin dolor alguno en el estómago y su acidez era ya sólo un mal recuerdo. Su familia, poco a poco, comenzó a entender que su muchacho tenía una vida por delante, pero quizás con nuevos y distintos sueños, pero vida y sueños al fin. Así que el grupo entendió también que los seres, a veces, necesitamos un tiempo para sufrir, y permitírnoslo es también un gran acto de amor, solidaridad y apoyo.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga