El otro día, mientras conducía a mi oficina, me quedé pegado a una emisora de radio donde un médico veterinario explicaba sensiblemente las ventajas que para un niño representa un perro o un gato como mascota. Enumeró las que ya conocemos, e incluyó una que me dejó reflexionando. Decía el galeno que una de las ganancias que recibe un pequeño de una de estas mascotas, es que por lógica temporal, estos animales mueren primero, y este joven se pone, quizás por primera vez, en contacto con la fragilidad de la vida, aprende que el vivir está lleno de adioses, de despedidas, de duelos, que no son más que otro importante ingrediente del amor.

Inmediatamente de esta reflexión del invitado, una dama llamó, un poco alterada, porque aquello le parecía un mensaje poco alentador para que unos padres le regalen a un niño un perrito o un gatico.

Cuántas veces en la vida tenemos que decir adiós, a veces sin pronunciarlo, por aquel sabor amargo que constriñe nuestras entrañas y ese sentir que morimos; cuántas lo negamos y se vuelve un eco profundo que termina haciéndose presente de tanto cerrarle la puerta; cuántas lo sentimos aterrados en el mismísimo primer encuentro, convirtiéndose en un intruso que nos aterra y que no podemos obviar.

Cuando observamos lo amado, se enciende una película sabida por el alma que incluye nuestros paroxismos y también las escenas finales, que no sabemos cómo son, ni de qué color están vestidas, pero sí las sabemos ciertas, tanto que el aire que se nos hace denso de sólo pensarlo.

Creo que al mismo Dios le gustaría que lo supiéramos, que lo digiriéramos y por eso nos regala la vida en un rosario de días que culminan en noches, y éstas en madrugadas, y luego, un fuego rojizo aparece rompiendo la oscuridad y avisándonos la luz que permanecerá hasta el próximo adiós. Y es la marcha eterna, la que nos enseñan los animales en sus migraciones, los hombres en su humana evolución, el amor en sus mutaciones y transformaciones hechas con tan sólo una palabra dicha o callada.

Creo firmemente que hay dos formas de ver la vida: desde el movimiento natural y fluido, o desde lo estático y estable. No sé si la segunda visión, por benigna, sea adecuada; no por la mentira que encierra, sino porque los adioses no codificados, terminamos registrándolos como traiciones, como adversidades, que nos perseguirán siempre.

Quizás nuestro amigo veterinario, propuso abrirle al niño, a través de un compañero de vida, también un maestro en el arte perdido pero presente, de aprender también a decir adiós.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga