El prestigioso diario norteamericano Washington Post, hizo un experimento comunicacional muy particular, en el que involucró al joven prodigio del violín Joshua Bell y su stradivarius de tres millones de dólares. El violinista, ese mismo día iba a ofrecer un concierto, cuyas entradas, en un espectro de precio entre cincuenta y trecientos cincuenta dólares, estaban totalmente agotadas. El joven tocaría, a manera de ensayo, los solos del concierto que en la tarde ofrecería, en uno de los pasillos del metro durante cuarenta y cinco minutos. Así, al terminar el ensayo donde el virtuoso se paseó por lo más granado de su repertorio, sólo tres personas se detuvieron brevemente y sólo una lo reconoció. Recogió treinta y dos dólares que se los echaba la gente en un acto automático, y quienes se detuvieron, algo maravillados, estuvieron apenas segundos, porque al mirar el reloj, volvían a su habitual carrera.

Si lo anterior lo contrastamos con esa enfermedad que nos atrapa, y que consiste en quedarnos pegados a la pantalla de nuestro celular, mientras que nuestros dedos teclean rápidamente cualquier cosa, la mandamos y esperamos, quedándonos raptados por una vibración o sonido que nos invita a seguir pegados de aquello; quizás las cosas realmente importantes se nos marchiten al lado, esperando alguna vez que nos detengamos, aunque sea segundos en ellas. Entonces un día, la vida se nos volvió un vernos las manos, y olvidarnos de lo demás. Abandonar lo amado, descuidar lo nuestro, y dejar en manos de una estupidez, lo verdaderamente importante.

Los días cinco de cada mes, acostumbro llevarle flores a la tumba de mi abuela y de mi tía que están, una al lado de la otra, en el cementerio. En días pasados, afortunadamente me sorprendí, ya saliendo del camposanto, que había puesto las flores como un autómata y que aquello que había hecho, pude haberlo mandado a hacer con cualquier floristería. Detuve mi carro y me quedé pensando en la tontería que estaba haciendo y el sinsentido que le estaba dando a mis asuntos sagrados. Allí, me propuse a anclar en mi mente la imagen de la entrada al cementerio, y que éste anclaje me sirva para despertar a la vida, a la mía, a la que no se repite a la que transcurre aún sin mí. Entendí, entonces que estar vivo, no es más que conectarse con ese transcurrir y que el verdadero y único amor no es más que ATENCION Y TIEMPO.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga