Hace algunos meses acepté una invitación de una amiga venezolana que fue trasladada por la compañía donde labora a Bogotá, Colombia; y pude tropezarme con algunas realidades que, no puedo negar, me golpearon.

No quiero hablar aquí del común comentario que últimamente hacen los venezolanos que regresan de esta capital del país hermano: -«¡Qué maravilla! Parece una ciudad europea, todo tan limpio, tan amable, se respira seguridad, etc, etc». Y no por negar nada de esto que tiene muchos visos de realidad; hoy quiero referirme a que, si bien yo disfruté de todo lo anteriormente mencionado, me dejó un sabor muy raro y quizás algo de indignación, el hecho de que estos hermanos bogotanos, hoy muestran con orgullo aquello que en una época, algo remota ya, nosotros también exhibíamos con orgullo.

Creo, sin lugar a dudas, que una ciudad, un país, no es otra cosa que su gente, y son ellos quienes son capaces o no, de imprimirle ese «no sé qué» que hace que nos sintamos cómodos, bien recibidos, bienvenidos, y eso, lamentablemente no lo da, ni un paisaje natural maravilloso, ni unas estructuras hiper desarrolladas. Yo soy viajero por pasión y llevo toda mi vida conociendo lugares, y quizás, si ustedes comparten conmigo esa afición, habrán hecho viajes a sitios que son bellísimos, modernísimos, que uno simplemente les da el «chek» de vistos, y no nos tocan el alma, ni volveríamos a pagar por regresar allí; y esto, lo marca lo humano, algo que se impregna o no. Y eso, tiene que ver con algo colectivo que o se vuelve receptivo, o repele, que al ver al otro abre los brazos o empuja, que desde el orgullo que siente por su sitio, invita o hace sentir al otro como intruso. Por todo esto, Bogotá, ciudad a la que ido muchas veces por trabajo, y que poco conocía, debido al acelerado ritmo de la labor, ahora me enseñó en cada esquina, no algo nuevo, sino algo conocido, pero que nosotros perdimos.

Se nos extravió el orgullo por el terruño, por nuestra ciudad, ¿será que está tan deteriorada que no sentimos por ella, será que es tal la inseguridad que también el orgullo posee cercas eléctricas y garitas con vigilancia, será que nos ganó la batalla lo pendenciero que teníamos dormido, y vemos a los visitantes como intrusos, explotadores, a quienes hay que quitarles y no les dejamos nada?.

En un restaurante, de los muchos y muy buenos que salpican de apetitoso olor a Bogotá, veía a jóvenes trabajar como mesoneros, y en todos, no viví excepciones, se sentía el ORGULLO con que detentaban su uniforme, quizás por lo difícil de conseguir un trabajo, aderezado con una recuperación ciudadana de la que cada uno, quizás en forma inconciente, se sienten responsables.
¿Por dónde se nos fue eso que tanto decían los visitantes de nosotros? Por qué y cuándo nos ganó la patanería, reflejada en un tácito: -«Bótame pues, si quieres me botas».

Me dio rabia y tristeza saber que ellos enarbolan y muestran lo que nosotros perdimos y que pareciera que a nadie le importa. Es cierto, hay un modelaje de «guapo de barrio» que ambos bandos exhiben, pero ¿y usted y yo, vamos a dejar perder lo importante, lo sagrado, lo que nos da alma colectiva, lo que nos civiliza? Porque de qué vale tanta riqueza petrolera, si por dentro nos estamos secando.

Y la labor constituye un auténtico frente, porque cuando el VIVIR, no tiene como objetivo SERVIR, nos vamos secando, inevitablemente.

¿O será que necesitamos algún dolor colectivo, alguna pesadilla social o un factor que nos deje tirados en el vacío, para así ir a encontrar lo que perdimos?.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga