Quizás sea la duda algo que siempre nos incomoda y nos inquieta en nuestro quehacer humano. Sin embargo, ella genera mucho movimiento emocional que nos ancla en las situaciones y nos conecta con ellas.

Hay que confiar, dicen algunos, y se entiende por confiar aquello que nos da la ligereza, la velocidad y nos deja sin posibilidad de procesar lo vivido, lo relacionado o lo por vivir.

La duda es esa posibilidad de detenernos en nuestras propias expectativas, en lo que otros nos quieren vender, en las muchas seducciones a las que estamos expuestos. Ella nos permite relentarnos, tomar nuestro bastón y detenernos para examinar, masticar, y dejar que se enciendan nuestras alarmas más primarias, señalándonos que algo no se parece a lo soñado o idealizado.

La duda y la sospecha son distintas, aunque astillas de un mismo palo. La sospecha surge luego de hallar pistas, rastros, detalles que muevan nuestra duda hacia el otro, y si bien es necesaria, nos pone a la defensiva y pone la atención mayor en esa costura que acabamos de hallar. La duda, en cambio, se trata de algo que deberíamos contener como parte del vivir. Alinearnos con ella, ya no como la sospecha que tensa e inhibe, sino como una forma sana de ese darnos tiempo, de valorar lo humano sin exigirle lo que no es posible, y el ponderar nuestra capacidad de cargar o vivir lo que allí está, se constituye en algo sano y oportuno en tiempos cuando la sobrevivencia nos atropella.

Ese vivir alerta, despierto, con y en nosotros, marca una radical diferencia y dibujará otro panorama, por ejemplo en el plano de relaciones, donde sometemos a los otros a nuestro mundo inhumano de expectativas, y simplemente nos sentamos a esperar cómo el otro ha de fallar, para siempre quedarnos en la, tan familiar, frustración. Quien alberga la humana duda, reconoce lo realmente importante, lo sagrado, y no se apresura ni a sobreestimar, ni a desestimar, antes de que ello tome su asiento en nosotros.

Valentina, una treintañera, me comentaba que estaba viviendo un romance tan maravilloso que algo en ella se resistía a creérselo del todo, a lo que yo le decía que esa parte que no se lo cree del todo, le está permitiendo que lo viva sin el malsano encantamiento, sino que constituye en ella un cable a tierra necesario, oportuno y muy nutritivo para que la experiencia no se diluya, sino que adquiera formas fértiles y humanas.

A veces, no es agradable albergar duda, porque imaginamos un mundo fantástico donde ella no cabe. Dudar es incómodo, es esa mancha en lo impoluto, ese matiz que si bien no da uniformidad, da siempre posibilidad.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga