El matrimonio, quinto sacramento, tanto en lo religioso, como en lo legal, tiene un referente complejo y no fácil de digerir, sobre todo en una cultura de la supuesta libertad, de la cantidad más que la calidad, del cumplir más que del ser felices. Esa estructura, vista así, es mucho más adecuada para la familia que para el amor, y mucha gente resbala, pues al sentirse apoyados en el ritual y la firma, descuidan el amor en pos de formar una familia.

Pero no es a ese ir al altar o a una Jefatura a lo que me quiero referir, sino a una noción mucho más interna y primitiva que implica a unirse con, de forma sagrada y comprometida.

Quizás en esta necesidad de educar y de ser educados para ser buenos y no felices, el matrimonio, al cual me quiero referir, no cuente porque para poder ser sólo buenos, tenemos que ser muy malos con nosotros mismos y es allí cuando ese acto sagrado de hacernos responsables de nosotros, de tomarnos en cuenta, de no pasarnos por encima, de ser coherente hasta con nuestras equivocaciones, carece de importancia; por lo tanto, lo padecemos o lo mal usamos afuera, haciéndolo ver hasta como un término ligado a la esclavitud, la cárcel, la atadura, perdiendo su génesis que más tiene que ver con el alma que con la acción ritualizada.

El casarse requiere una madurez, por eso es el producto de un uso claro y completo del bautismo, la comunión, la confesión y la confirmación, porque sólo así, éste tiene lugar en nosotros como un abrazo espontáneo, intenso, y trascendente. El alquimista está casado con su experimento, el artista con su obra, el pensador con sus ideas, por eso los productos brotan con el sello de quien los ejerce. ¿Estaremos nosotros casados, por ejemplo, con nuestra función digestiva, hepática, respiratoria, sanguínea, coronaria, etc.? ¿Acaso lo estaremos con nuestro querer, tener, hacer o sentir?

En alguna oportunidad un hijo adolescente le preguntó, en mi presencia, a su padre, luego de leer una convocatoria a una reunión de junta de condominio del edificio, lo siguiente:
-«¿Papá, por qué tú no te postulas?»
-El padre importunado contestó: -«No, estás loco, sabes muy bien que yo de líder no tengo nada».

Esa respuesta del padre habla de nuestro divorcio con lo que nos toca, con lo que nos corresponde, pero para esto no nos sentimos lo suficientemente buenos, y terminamos por seguir siendo adolescentes de un mundo que pareciera que no nos pertenece, ni tiene mucho que ver con nosotros.

¿Será por eso que tanta gente le huye al matrimonio como institución, quizás porque, en lo más profundo, sientan que no son suficientemente buenos para el amor?

Seguiremos en esta reflexión.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga