Quizás sea un término que, entendido por las defensoras de las féminas, suene material, frío o burlesco; pero en verdad, a lo que a mí me refiere, y por eso que lo utilizo, es a aquello de «todo terreno».

Si nos vamos a lo histórico, nos encontramos en los años sesenta con una necesidad, con un proceso luchado, necesario de incorporar a la mujer antes, arrinconada, olvidada y menospreciada, a esos sectores en que lo masculino tuvo siempre supremacía, exclusividad y poder absoluto. Era una legítima necesidad de incluir a la hembra e insertarla en ese juego de la productividad, el poder, los derechos en las mismas condiciones de los machos.

Considero, y es mi personal apreciación, que como en todo proceso, hubo cosas que se nos fueron a todos de las manos y al tiempo, es necesario reflexionar para recoger, modular o simplemente apretar la mocha.

Ya con más de cincuenta años de lucha y con escenarios merecidamente ganados, podemos hacer balances, y éstos nos permiten, siempre con mucho respeto, observar por dónde van los tiros, y qué se nos ha vuelto en nuestra contra, como es común en cualquier lucha reivindicatoria. Es común que nos olvidemos de los límites naturales y nos lancemos en una de heroínas y héroes que nos termine robando aquellas áreas sagradas de nuestro vivir.

Escribo este artículo por una necesidad, y una legítima y muy humana compasión ante esas bellas 4×4 que llegan a mi consulta o a mi vida, agotadas, muy heridas y con una frustración que sabe a desolación.

Una mujer «todo terreno» no es más que una hembra herida, que ha tropezado varias veces con la misma piedra masculina y que un día, seguramente coreada por voces de sus antepasados femeninos, levanta la voz de: «¡Basta!» Y se coloca una armadura emocional, usando su mundo interno como referencia y no conectándose con él, para no seguir tropezándose con esos dolores que parecen estar allí intactos. Esto, parece darles una fuerza indescriptible, una capacidad titánica de acometer la vida, los problemas, los deberes, diciéndose y gritándole al mundo de los hombres:- «No los necesito, ni los necesitaré más, yo sola puedo». Mujeres maravillosas que se vuelven unas espléndidas máquinas productoras de cuerpos hermosos, de dinero, de deberes cumplidos a cabalidad, pero que necesitan ir a tal velocidad, porque detenerse significa escucharse, conectarse, sensibilizarse, verbos éstos, demasiado dolorosos para andar en esos menesteres. Así, un día paran, se resbalan, las cosas no salen como estaban minuciosamente planificadas y viene «la caída de la locha».

-«Mira todo lo que he conseguido, mira mi cuerpo perfecto, mira todo lo que sola he forjado, ¿y de qué me vale, si estoy vacía, sola, y sin panorama?». Así, un drama que pertenecía al hombre exclusivamente, ahora es la mujer quien lo trae, quien lo vive, quien carga con ello.

Como sólo hay un traje para tanta hazaña, el de heroína entra a la perfección, y entonces un día, luego de algún apagón interno despierta a esa realidad donde todos la necesitan, todos dependen de su fuerza, su productividad y su arrojo, pero pocos lo agradecen, pocos lo compensan, pocos vuelan solos. Pareciera entonces que el único camino expedito al corazón de esta 4×4 no es otro que el de necesitarla, que el depender, cosa que a ella, conscientemente no le agrada, pero en el inconsciente constituye un vínculo poderoso y efectivo.

El hombre, por su parte, que es un «arreglador» por naturaleza, aunque lo que de verdad haga es desarreglar, no encuentra qué hacer ante tanta perfección y eficiencia, lo que lo lleva a tomar los únicos tres caminos posibles: huir, competir o hacerse pasivo y dejar que ella haga”, tres muy tristes roles para nuestra protagonista del: YO PUEDO SOLA.

Continuaré con este tema…

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga