Lamentablemente, ni el transcurrir del tiempo, ni la suma de experiencias vividas, ni el cúmulo de éxitos determinan la madurez, entendiendo ésta como esa amalgama de astucia, sabiduría y fortaleza extraída y resumida de vivencias que se nos muestran, sobre todo, en lo que más tememos: en el silencio, la oscuridad y en la soledad de este viaje que es la vida.

Cuando hablo de madurez, intento explicar que es importante determinar quién o qué está conduciendo el vehículo de nuestra vida, más que detenernos en lo que llevamos en el carro. Por ejemplo, el miedo: al contrario de lo que se dice, puede ser un gran elemento porque nos pone en contacto con nuestra debilidad y con el sentido que nos preserva; por lo tanto, llevarlo es buenísimo, pero nunca como chofer. Imaginemos al miedo conduciendo nuestro carro por una carretera de curvas y farallones, en medio de una tormenta. Sería una locura. Así mismo, podríamos hablar de la rabia, la tristeza, el entusiasmo. Esa comprensión la permite sólo la madurez. La juventud anda demasiado rápido para pararse en detalles, por lo tanto, tarde o temprano nos arrolla. Por ahí hay miles de individuos, dejando que el carro de su vida lo maneje el éxito, y voltean o sacan el espejo retrovisor para evitar encontrarse con el fracaso muy sentadote en el asiento trasero. Esa imagen de quien sienta el éxito al volante pero que ve el fracaso a través del retrovisor, es quien permite tener una templanza para manejar las cosas con el tempo, el tino y la fortaleza precisas para hacer un viaje enriquecedor, sin saber muy bien lo que conseguiremos al llegar.

La capacidad de vivir y aprender a disfrutar los procesos, de quitarle ansiedad a los resultados, de detenernos en el camino, de mirar por nuestro retrovisor con atención, y de no perder contacto con nosotros, marca una diferencia considerable en este difícil y milagroso vivir.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga