Quizás un ser melancólico del siglo diecinueve, con la creatividad brotada, y un sentir profundo, sería, hoy en día, visto como alguien marcado por un diagnóstico de una fuerte depresión, a quien se le medicaría de por vida; y se le execraría de los círculos sociales donde sólo los entusiastas, positivos, y titanes tienen carta blanca para permanecer y servir de inspiración.

Esta consideración, por demás discriminativa, poco tiene que ver con el avance de la psiquiatría o la farmacopea; y sí mucho, con la velocidad que, sin darnos cuenta, hemos adquirido, la cual maneja unos estándares de bienestar, marcados por la aceleración, la vertiginosidad y el bloqueo del sentir.

Una cosa es sentir tristeza, otra, muy distinta, ser triste. Así mismo, una cosa es estar en una depresión y otra, sentirse melancólico, blandito, e hipersensible. Se ha llegado al punto de hacer clasificaciones entre emociones negativas y positivas, poniendo a la tristeza y a la rabia como negativas, y dejando entonces que, en lugar de expresarlas sana y coherentemente, las reprimamos y entonces sea el cuerpo quien las ponga a protagonizar. Así vemos a personas pacíficas, tranquilas, sonrientes y apacibles, con una acidez crónica que no hace otra cosa que permitirle sentir el inmenso dragón que llevan rugiendo dentro y que lo mantienen amarradísimo.

Si nos vamos a las imágenes, un ser triste, podríamos compararlo con ese carro que viene a cien kilómetros por la autopista, y comienza a fallar, apenas dando tiempo a llegar al hombrillo, y es allí, DETENIDOS, cuando tenemos que hacer contacto, resonar, observar, escuchar, ir encontrando caminos y formas, nada fáciles, para volver a lo que podemos considerar, el fluir de las vida. Y ahí, en ese espacio, nada deseable, de esa autopista cuando cosas se despiertan, y ayudan a fertilizar nuestro vivir y nuestro crecer.

La alegría, en cambio, es muy deseable y representa ese carro en la autopista sin tráfico, sin obstáculos que nos lleva a la celebración, pero sin crecimiento alguno. Sin embargo, constituye el pasaporte de entrada a los grupos sociales, profesionales o familiares, por la puerta grande. Además, un ser alegre, nunca pone en peligro «esa pose» que la mayoría del colectivo nos quiere vender, no por otra cosa, sino para esconder sus heridas y miserias, tras ese atractivo parabán. Rescatemos y defendamos nuestra vida emocional.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga