Acaba de salir a la venta mi más reciente audio-libro, SOLEDAD Y DESOLACIÓN, apenas expresé que ése era el tema, mi gente allegada hizo un silencio respetuoso para luego expresar, «¿Y por qué ese tema?»

Creo, y no me cabe duda que son la soledad y, sobretodo, la desolación temas, no sólo de gran vigencia sino que describen el meollo del principal problema existencial del hombre contemporáneo que se define desde un ser atiborrado de medios para comunicarse desde lo más impersonal, y que habita en el desierto de la intimidad y mastica a diario la impotencia de expresar su auténtica emocionalidad.

En este nuevo CD, intento, ante todo, explicar la diferencia entre una y otra. La soledad, como esa característica ineludible de lo humano; nacemos, morimos y vivimos los grandes momentos de nuestra vida y de nuestras múltiples transformaciones, necesariamente solos. Constituye en la madurez del ser una escogencia válida y cuando nos amigamos con ella, se muestra muy fértil porque termina encontrándonos con lo más fecundo de nosotros mismos, constituyendo una enorme posibilidad de conectar con los otros de una manera más humana y profunda.

Por su parte, la desolación es esa sensación de impotencia al sentir que no tenemos referente, que nuestras expresiones emocionales carecen de forma y por ende, de palabras y gestos que la definan. Cuando nos tragamos lo que sentimos, por un pánico interno a perderlo todo si expresamos, a ser etiquetados, a tener que ponernos disfraces, o silencios aprobatorios que nos regalen la falsa sensación de que nada se mueve y que podemos ser amados sin problemas. La desolación se hace crítica cuando tocamos fondo en nosotros mismos, y nos quedamos secos, en un sonido metálico que sólo habla de la sensación de ser indignos de cualquier amor, comenzando por el de Dios, o la vida, hasta de los seres que nos rodean.

Quizás la descripción anterior pueda sonar a patología, y sí que lo es, pero también explica cómo la impersonalidad de los medios de comunicación contemporáneos (Internet, celulares, etc.) terminan siendo el único reducto que nos contactan con los otros, y con lo más frío, fatuo y superficial de esos otros; llenando nuestra vida de íconos, caritas, o risas que gritan la sensación de que todo está bien y que cabemos en le mundo de ese otro desconocido que cuenta a sus contactos como logros: «Wao tengo trescientos contactos en Messenger, o tengo mil en Facebook, qué rico se siente».

En la desolación, nuestras alarmas se inutilizan, las conexiones internas se desvanecen y quedamos a la merced de eso que siempre creímos de nosotros mismos y que el devenir del tiempo nunca logro cambiar: «¡Qué solo me siento!». Ya no la expresión de una soledad en busca de la satisfacción de la necesidad legítimamente humana, sino desde la impotencia de sentir que no tengo nada que dar, por lo tanto, quién puede querer algo de mí.

Diferenciar estos términos nos podría apoyar a conocer más de nosotros, de lo que somos, de cómo manejamos nuestros propios hilos emocionales y relacionales, y acercarnos quizás, a descubrir que el amor, ese que todos queriéndolo o no, perseguimos incansablemente, no es más que la posibilidad de: sentirnos realmente amados.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga