En días pasados, a través de mi espacio radial, una dama de Caracas, a propósito de una explicación que di al aire acerca de la envidia como característica humana, me decía que le había parecido muy interesante, mas no sabía cómo se lo podía explicar a sus tres hijos, menores de diez años, sin que esto se pudiera convertir en una especie de permiso para envidiar libremente, sobre todo en esas edades en las que se asientan los valores para la vida.
Me parece muy oportuna la duda de la oyente, pues tendemos a ver los valores como dogmas, y esto hace que cualquier síntoma de tocar uno de los llamados: «Pecados o anti-valores», lo echemos irremediablemente a la sombra, los reprimamos, y terminemos proyectándolos en nuestros semejantes y por ende, sufriéndolos irremediablemente. Así mismo hacemos con los celos, la venganza, la gula, la avaricia, y todos aquellos que la iglesia hace dos mil años, clasificara como, nada más y nada menos, pecados capitales.
Es bueno recordar que para los griegos, cultura de donde procedemos, esos capitales, eran emociones humanas con las que había que lidiar a diario; claro, porque a ellos no se les pasaba por la mente uno de nuestros delirios cristianos: llegar al cielo. Para los griegos estaba muy claro que el cielo ya estaba ocupado por los dioses, y que el Hades o infierno, era el sitio que a todo mortal, bueno o malo, le tocaría.
Creo que ante unos niños en formación, sería sano explicarles lo que ellos ya viven, en la sombra o en la luz de sus actos. Cuando a un niño, en una rifa, no le toca el preciado premio, y le toca a un compañero conocido, y hasta querido, es inevitable que éste sienta, ese picor de rabia que traduce algo así como: -«Pero ¿por qué no lo gané yo?» Este pensamiento pasará o se instalará, tardará unos segundos, horas o la vida, pero seguro será natural que por él o ella pase, y eso lo podemos edulcorar, pintar de mil colores pero se llama envidia, y aunque no nos guste, es HUMANA. Ahora, lo que se torna peligroso, grave o digno de educar es lo que se haga con ella, porque son fuerzas emocionales que pudieran arrastrarnos.
Con esta educación que recibimos, donde se nos educa para ser buenos y no felices, lo que hacemos, y nos estimulan a hacer, es reprimir lo que sentimos, negarlo, y dejar que esto habite en nuestra propia oscuridad, dejando que lo proyectemos indiscriminadamente.
Si usted conoce a alguien que esgrima algo tan inhumano, pero tan usual como: -«Y yo, que jamás he sentido envidia». Primero reconozcan la mentira a leguas, segundo, sería bueno gritarle, sin lugar a duda, como si fuéramos psíquicos excelentes: -«Por eso estás rodeado de gente envidiosa que te la recuerde». Lo mismo pasará con los celos, venganza, etc.
Creo que, en principio, sería sano con nuestros hijos, quitarle el contenido satánico a ese sentir, y la mejor forma es explicárselos. Envidia, no es más que sentir que algo que uno creía merecer lo tiene otra persona, y eso es parte del vivir. Mientras como niños lo reconozcan en ellos, lo liberen de gravedad o de cosa mala, eso tiende a no molestar, y a transformarse en otra cosa; pero mientras eso lo reprimamos, sintiéndonos malos y pecadores, evidentemente eso va a la sombra y allí engorda, crece, y en cualquier momento, se precipita fuera de nuestro control.
Si le devolvemos a los niños su majestad humana, tendremos un planeta más compasivo y real.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga