En días pasados, un señor de Mérida me escribía a mi página Web, expresándome lo preocupado que se encontraba porque hace seis meses había fallecido su mujer, de una penosa enfermedad, dejándolo con una hija de dieciséis años a quien adora, pero de quien siente que lo manipula muchísimo, despertándole culpa por situaciones en las que, al juzgar de la adolescente, no estuvo; o anécdotas en las que, en vida de su señora, no reaccionó correctamente, logrando vulnerarlo, y donde termina haciendo lo que su hija quiere. En pocas palabras, se siente en manos de su hija; reaccionando siempre, o desde la rabia, o simplemente desde el dolor por lo que no hizo, o hizo mal.

Para que exista una manipulación, se trata, como en casi todo lo humano, de dos, un manipulador y un manipulado. Por lo tanto, el manipulador halla el botón perfecto de poder con el que puede poner a su víctima a trabajar para él, o bien a hacer lo que éste desee. Reitero esto porque pareciera, en el caso del caso que mencioné, una niña mala, frente a un padre bueno, y no es así de simple.

Le explicaba yo a quien me enviaba la misiva que, en principio, nos toca decidir si queremos romper con esta dinámica, que si bien parece perversa por parte de la adolescente, es de mucho acercamiento y forma parte de ese juego que tanto nos gusta participar a los seres humanos que es el de ver quién toma el poder del otro, para así, sentirnos amados.

Si su deseo es, el de romper o desarmar esta dinámica, habría que comenzar por vaciar el contenido emocional de los mensajes que la hija le esgrime al padre, para reiterarle que no tiene autoridad moral para prohibirle nada; porque de lo contrario, quizás reprimamos a la niña, pero nos quedaremos envenenados nosotros, y eso, tarde o temprano, conscientemente o no, nos lo cobramos.

Permítanme explicarles que la culpa no es una emoción, es un forma moral de pensamiento, muy judeo-cristiana, con la cual nos sentimos en deuda y merecedores de algún castigo.

De la culpa se sale, y no es tarea fácil, ni rápida, cuando podemos cocinar en nuestro interior la situación, y comprobamos que, en ese momento, NO PUDIMOS HACER OTRA COSA, bien por miedo, rabia, ignorancia, o cualquier causa legítima y siempre, muy humana.

Una vez que se haga el trabajo de tomar cada anécdota o argumento de la adolescente, hay que dejarlo en remojo en nuestro corazón, y ver cómo le vamos encendiendo las luces necesarias, hasta que comprendamos que no pudimos hacerlo mejor. En estos casos, yo recomiendo escribirle una carta, sentida y en presente, a el o los agraviados, donde sensiblemente expliquemos lo que nos llevó a eso, lo que sentimos y lo que pensamos ante la acción. Quizás entonces, purguemos la situación, y ya no nos perturbe en la culpa. Es un trabajo, lo sé, y si no, ¿Qué es la vida?

Nuestros manipuladores, por regla general, son también nuestros mejores aliados, pues vienen a mostrarnos cosas que dejamos crudas en la cocción, y el sentirnos en culpa es la oportunidad.

Por último, tu sensación de culpa no puede ensombrecer tu jerarquía paterna, pues le harías mucho daño a ti y a ella. La culpa es un recinto sin ventanas, y la única salida posible es el castigo, y esto es injusto, y no sirve para nada importante.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga