Cuando nos referimos a grupos humanos inmaduros y por desarrollar (llamémoslos países, comunidades, continentes, etc.), seguro nos estamos refiriendo a que todos sus componentes, en alguna instancia de su comportamiento social, se sienten invisibles. Quizás no sea ésta una conducta consciente en todos ellos, pero todos sus actos y razonamientos en lo social, político y de convivencia, respiran desde aquel lamento: «Pero si un palo no hace montaña», o «Qué le van a parar a uno(a)».

También este tipo de colectivos sienten que así son las cosas y hay poco o nada qué hacer; por lo tanto, en lo más profundo de ellos dividen a la sociedad en: abusados y abusadores.

Cabe destacar, y como ratificación de lo anterior, que éstos albergan en sus referencias un mundo ideal pero imposible, contrastado, inevitablemente, con el anárquico y nada ordenado mundo real, del que forman parte. Por todo esto, caben dos conductas típicas y constantes; la de aquellos que siempre reclaman, gritan, insultan, y sienten que eso les va otorgando un poder manifestado en el terror que los otros les profesan; y la de los silentes que prefieren no generar, y menos resolver conflictos.

Visto y planteado el panorama, el poder se vuelve un anhelo de sobrevivencia, y el abuso nos traslada, en lo que podamos dar el salto, de abusados a abusadores, con la fantasía, errónea por demás, de que este rol nos libera del abuso de los otros, creando una auténtica anarquía en el ya difícil arte de vivir y convivir.

En el fondo, todo esto respira en esa creencia de invisibilidad que nos hace creer que no formamos parte, o que somos una huérfana excepción que nos condena a sentirnos invisibles. De esto parte una dificultad clara para ejercer cualquier derecho, reclamo o queja válida, viable, y efectiva de un ser que vive en comunidad.

Seguramente, como ser invisible, siempre creemos que la única queja que podría funcionar es la que cambie radicalmente la conducta de un solo plumazo, y esa es otra manifestación de lo invisible: -«Para qué pierdo mi tiempo en un reclamo formal, documentado y claro, si ellos seguirán haciendo lo mismo». Por lo tanto, yo, prácticamente, no existo.

De allí deriva, en parte, el deseo a que alguien llegue y nos libere, nos regale la justicia, y se encargue de esos abusadores. Y así, va generando nuevos abusos que llegan disfrazados y ejercidos por esos héroes mesiánicos y justicieros que, en poco tiempo, dejarán de servir, porque terminan siendo los nuevos abusadores de oficio.

Cualquier parecido con la realidad, no fue mi intención. Por eso, las cosas nunca son como son, son como somos.

Mi grano de arena está en esa reflexión que nos permita saber que desde mi ser, soy arte y parte en todo aquello de lo que formo y tan sólo una intención, puede cambiar el rumbo de todo.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga