En una oportunidad, una paciente muy apegada a su emocionalidad y consciente de su vivir, me comentaba:

-«Es que no sé qué pasa conmigo que teniéndolo todo, no me termino de sentir feliz»

Este parlamento de María José, abrió un sendero muy interesante en lo que ha sido nuestro trabajo terapéutico.
Hay palabras que llevan consigo una gran connotación, y vienen cargadas de imágenes visuales, auditivas y hasta táctiles; una de ellas es la felicidad.

Este sustantivo ha adquirido en los tiempos que vivimos, una suerte de quimera, de tesoro escondido; y pareciera que, cuando nos acercamos a ella, algo nos frustrara y nos percatara de que eso tampoco era aquello que esperábamos encontrar. Los libros están llenos de definiciones, explicaciones, caminos, normas, etc., para explicar algo tan particular, tan personal, tan poco tangible como puede ser el «sentirse feliz».

Primero recomiendo, en pos de una sensible reflexión, que la saquemos de un sustantivo definible: felicidad; y la llevemos a un estado sensible: sentirse feliz. Ya esto nos rebaja la dura carga de darle palabras correctas a algo que se siente y punto; y que camina con la particularidad histórica, psicológica, vivencial, subjetiva y ambiental de quien le tocó vivirla.
Los seres humanos, nos llamamos así por esa condición vulnerable, herida y finita que nos da lo humano. Es por ello que sería una gran paradoja que seres en esas condiciones soñemos con la felicidad como ese estado estable, permanente, eufórico, brillante y sonriente que para muchos constituye el ser feliz.

Hacer de la vida un camino así, no sólo resulta una lucha tenaz contra aquello que nos transforma y nos hace crecer realmente, sino que generaría una permanente frustración, haciéndonos sentir incompletos a cada paso.

Uno de los trabajos más importantes de la adultez es ir reconsiderando todas estas palabras tan llenas de contenido, para así, ver cómo encajan en nuestras vidas, con ese legado tan valioso de: vivencias, pérdidas, traiciones, dones, dificultades; y sobre todo con ese nosotros tan único, en el que verteremos los ingredientes para esa llamada felicidad.

Un ser extrovertido, externo, comunicativo, espontáneo y ruidoso, experimentará o vivirá la felicidad de una manera muy distinta a un ser introvertido, interno, reservado, tímido, y silencioso; aun cuando el hecho que motiva tal sentimiento sea exactamente el mismo. Desde este punto de vista nuestras características individuales son determinantes y configuran nuestra percepción

Un traje de diseño exclusivo, no entra, ni luce igual en un cuerpo de medidas perfectas y equilibradas que en un ser cuyas medidas sean irregulares. A este último le tomará la tarea de imaginar cómo le quedaría, ir a probárselo, que de seguro le hagan arreglos, etc. Y hablamos del mismo traje y del mismo diseñador. Lo humano, pasa por lo segundo, por una concepción ideal que nos enfrentará a nuestra realidad externa e interna, para luego seleccionar aquello que pueda resonar en nosotros y tocar cosas fundamentales y muy acariciadas por todos como lo son: plenitud, éxtasis, intensidad, relax, sublimación, etc. Sabiendo que todas ellas se podrían conjugar, percibir y sentir distinto en cada ser.

Cuando nos sometemos al auto análisis de estados como el sentirnos felices, a la luz de algún colectivo o concepto pre-establecido, corremos el riesgo de llevarnos por delante lo más sagrado de un ser humano, aquello que nos regaló nuestra historia viva: nuestras heridas. Son ellas las que marcarán en cada uno rumbos, miradas y digestiones distintas en esta tarea diaria que significa vivir.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga